El debate suscitado por las declaraciones de Aznar acerca de la degradación de una determinada forma de hacer televisión ha propiciado la intervención de no pocos articulistas y teóricos del ramo. La mayoría de ellos ha acudido presta a subrayar, cuando no a acentuar, el axioma presidencial según el cual buena parte de los programas televisivos en España está hecha con la piel del escroto más que con la corteza cerebral. Pongamos que, exceptuando notables excesos, hay un fondo de razón en ello: las referencias televisivas de hoy son personajes de medio pelo que hacen de sus excrecencias asuntos de debate nacional y que acaban saturando incluso a sus seguidores más acérrimos. Nada que no sepamos; pueden ser muy graciosos el primer día pero acaban resultando estomagantes. Pero reconozcamos así mismo que la hipocresía ciudadana en este asunto va pareja a la que demuestra en tantos otros: dicen abominar de tanto monstruo deforme pero se tragan los programas sin vaselina. De no ser así no saldrían los números. Y todo ello invita a ciertas reflexiones acerca de lo que la propia televisión ha ido devorando en virtud del carrusel de naderías que rueda y rueda desde hace no pocos años.
El programa de Florentino, en TVE, ha tenido la feliz idea -como la tuvo mi admirada Pepa Fernández en RNE- de emitir un espacio en el que la batuta conductora está en manos de uno de los individuos con más ritmo, más temple, más clase de la historia de este medio: José María Íñigo. Y algunos dirán: ¿Íñigo a estas alturas?, y yo responderé: sí, sí, precisamente a estas alturas es cuando hace falta que tipos como Íñigo se asomen a la ventana y nos recuerden que se puede ser inteligente sin ser redicho y que se puede preguntar con elegancia sin ser un plomo. Las entrevistas que realizan ambos por colleras me invitan a preguntarme por qué extraña razón hemos de prescindir de elementos de probada eficacia: al de Bilbao se lo cepilló la banda de Calviño en cuanto tuvo una excusa y aún estoy yo esperando desde entonces que aparezca un entrevistador que no quiera ser más protagonista que el entrevistado, que pregunte con tres palabras en vez de con cuatro, que escuche lo que le responde el interrogado y que utilice el idioma sin amorcillarlo de gerundios e imperativos. Que no confunda lo incisivo con lo insolente y que no mezcle la intención con la ideología. Que no equivoque la proximidad al entrevistado con el compadreo. Que no desprecie lo que ignora y que no confunda lo popular con lo grosero. En fin, todo eso. Alguno y alguna hay, afortunadamente, pero hay que buscarlos en romerías y peregrinajes por los rincones catódicos más inexplorables. La televisión de los Íñigos -que demuestra estar más en forma que muchos de los chavalotes alegres que se plantan delante de una cámara- fue bastante más ejemplar de lo que se supone: técnicamente era más deficiente, como parece lógico, pero resultaba tan criticable en algunos aspectos como intachable en otros; y eso, que se evidencia tan palmario a la vista de lo que hay, no ha resultado políticamente correcto afirmarlo hasta que la vuelta de Íñigo a las cámaras ha recordado a la audiencia que aún quedan tipos que hacen las cosas con normalidad y naturalidad, sin retorcerse a sí mismos en el más difícil todavía y sin abrirse el abrigo para exhibir alguna vergüenza barata.
Cosa que si hay que agradecérsela a Flo lo hago con muchísimo gusto. Larga vida a la idea, larga vida.
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