Sé que no pocos ciudadanos libres de toda sospecha comparten su vida con esa pasta.
Es un detrito, siento decirlo. Sé que hay quien gusta de apaisarla en el pan, quien la sala y la engulle, quien la mezcla con mermelada, quien deja caer una porción de ella en un guiso y quien la expande sobre una plancha segundos antes de soltar en ella una carne o un pescado. Sé, incluso, que hay quien la restriega por un plato previo a servir en él cualquier vianda, lo cual me parece ya el sumun de la marranería. Sé que no pocos ciudadanos libres de toda sospecha comparten su vida con esa pasta amarillenta y dulzarrona a la que consagran no pocos desayunos (¡habiendo aceite de oliva!) y con la que, incluso, llegan a la perversión de cocinar. Pero eso no quita para que muestre mi perplejidad, una vez más, sobre su pervivencia entre nosotros, país que ha sabido, por lo general, adoptar una cultura de la vida tan sabia y envidiada: ¿cómo es posible que esa grasa repugnante siga siendo servida, sin ir más lejos, en algunos afamados restaurantes como aperitivo?
No pocos acudideros de tenedores selectos y no pocos tugurios de mal agüero tienen esa manera de saludarte: «les dejo un poco de mantequilla para el pan mientras se leen la carta». Siento en esos momentos irresistibles deseos de levantarme y marcharme para no volver nunca jamás y sólo los reprimo pensando en lo que me voy a comer una vez supere el trance: con todo el desagrado del que sea capaz acostumbro a decirle al mesero que se lleve eso y que traiga aceite de oliva, si es que tiene. Suelen tener y ahí se acaba el problema. Pero me queda la duda de si en ese lugar utilizan la mantequilla para más cosas que no sean engrasar las puertas -debe dejar un olor pútrido y no se lo aconsejo- o dar de comer a las bestias del corral: hará no muchos días, en un supuestamente selecto restaurante de Marbella, viví la amarga experiencia de convencer a un maitre de que el engrudo que me había servido estaba cocinado con esa inmundicia macilenta.
Él, muy correcto y todo eso, me aseguraba que ese foie al oporto olía y sabía así debido a la grasilla que suelta el pato; yo, en mis cabales aún, repuse que conocía perfectamente cuál era el olor del pato, su sabor y su catadura, sabía hacer la salsa de oporto caramelizada mejor que ellos, y ninguno de esos sabores, ni asociados ni disociados, eran capaces de atufar a caca láctea como atufaba aquel pato en el plato. Se negaba en redondo a reconocerlo y hube de recordarle aquella máxima del periodismo británico que reza: «si camina como un pato, nada como un pato y su carne sabe a pato, lo más probable es que sea un pato». Si algo huele a mantequilla, sabe a mantequilla y produce las mismas arcadas que la mantequilla, lo más probable es que lleve mantequilla. El caso es que se encogió de hombros, se llevó aquél enjuague apestoso y luego me lo cobró en la cuenta.
Aún bien de haber superado épocas tenebrosas de nuestra historia, en España seguimos siendo incapaces de desterrar algunas costumbres incomprensibles. De la misma manera que se tiran cabras por las ventanas o se queman vacas en carrera o la tuna sigue asaltándonos en cualquier esquina, se sigue consumiendo mantequilla, se les sigue dando a los niños para merendar -crueldad infinita-, se sigue sirviendo en hoteles como desayuno y se sigue cocinando con ella -aunque, afortunadamente, cada vez menos-: vivimos en el país del mejor aceite del mundo y todavía nos dejamos llevar por un detrito que caliente aún es más repulsivo. Les pido disculpas a los productores españoles de mantequilla. Sé que viven de eso y que estos artículos no suelen enmarcarlos en plata en su despacho. Pero es que un detrito es un detrito, por mucho lazo que le pongan y por mucho rizo con que la sirvan.