El drama argentino se fundamenta en que todos quieren volver a ser ella
«Volveré y seré millones», recordaba hace un par de entregas en estas mismas páginas. Es el epitafio que ampara el cadáver más viajado, vejado, secuestrado y adorado de los últimos suspiros de la humanidad: Eva Duarte, Eva Perón, Evita, la ‘Líder Espiritual de la Nación’, la argentina de tumultos y llantos sobre la que siguen versando las tintas melancólicas de un puñado de memorialistas. Evita reapareció en Radio Nacional de España de la mano de un exuberante y modélico programa de ésos que sólo se pueden hacer en esa casa y que nos llenan de aire a los que escuchamos la radio de rodillas. Volvió y fue millones en cada uno de los que atendimos a aquel prodigio de montaje, ritmo y testimonio –mi felicitación, querido Manuel Ventero, a quienes lo confeccionaron– amorcillado en una hora prodigiosa, monumental, de las que, cuando uno acaba de componerla, dice: «Ahí queda eso» (¿no me enviaríais una copia?). Miguel Pérez y María Elena Walsh construyeron hace años una soberbia película –que ya he referido en alguna ocasión– llamada La República perdida, que viene a ser el repaso más agridulce posible a la historia contemporánea argentina y que está realizada como sólo un platense puede hacer. Una mezcla de resignación y frialdad alumbra el repaso a un recuento surrealista: los intentos constantes y frustrados por crear una sociedad política equiparable al pueblo culto que la soporta y que se han demostrado poco o nada fructíferos a la vista de las cosas.
Al igual que en esta cinta, en el programa de RNE asistimos a la fascinación insumergible que los australes muestran una y otra vez por aquella hija ilegítima de una cocinera que llegó a producir el caso más evidente de hipnosis colectiva. Evita, ciertamente, conmovió a su tiempo sin necesidad de ocupar ningún puesto oficial en el Gobierno del país y «entró en la inmortalidad» –como rezaba el comunicado oficial tras su muerte– con tan sólo treinta y tres años, lo que hace que nos preguntemos a dónde hubiera llegado la fuerza pública de una mujer a la que los militares impidieron ser ‘siquiera’ vicepresidente de la nación. No lo sabemos. Hoy ha acabado como protagonista de musicales a los que ha sonreído el éxito y como cadáver venerado en el cementerio de La Recoleta, pero su ambición iba más allá, hasta los difusos límites del amanecer de un país tan inexplicable como fascinante.
El fascismo de Perón, inspirado en las prácticas del Mussolini, al que conoció en uno de sus múltiples exilios, precisaba de una vocera que combinara el verbo y la acción y que cautivara a los paisanos que jamás tuvieron camisa y que no por ello fueron infelices. Lo consiguió con una mujer que ha inspirado toda la política posterior: el drama argentino se fundamenta en que todos quieren volver a ser Evita y arrastrar a las mismas masas a las que condenan machaconamente a un futuro indigente. No lo consiguen. Todo lo más imitan la desgracia que sumió a una nación con tesoros a gastarse todos sus recursos en gastos sociales improductivos: dieron el pescado pero se olvidaron de repartir las cañas de pesca en un país que en los años cuarenta tenía las arcas llenas y los silos a rebosar. Evita, la que visitaba con sus mejores alhajas a los pobres que circundaban la capital argumentando que ella se ponía lo mejor que tenía para saludar a quienes se merecían ese respeto, tejió una maraña de pasiones que llega hasta nuestros días y de las que hemos sido testigos gracias a un programa de radio de ésos que tendrían que escucharse en las escuelas. Una vez más he caído en la seducción de la memoria contemporánea. Una vez más me he vuelto a preguntar si se puede pasar indiferente por el mismo sendero que pisa una mujer así. Y, una vez más, he vue
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