Cada palabra de Montero es una palada de tierra sobre sí misma y no acaba de darse cuenta de que es ella la que está cavando su tumba
Es probable que Irene Montero esté contando las horas que aún le atan a su inservible ministerio. Pero también es probable que no. Paso a aclarar esta suerte de Oráculo de Delfos: puede que llueva, pero también puede que no llueva.
Así no se equivoca usted nunca, amigo, dirá nuestro querido lector, y su razón tiene, pero resulta que ante un gobierno tan imprevisible e inútil como el de Sánchez siempre hay que contemplar, incluso, la hipótesis descartable. La deriva crítica que comporta la actuación de Montero, incluso dentro del muy acomodado y servil Partido Socialista, alcanza cotas ciertamente insoportables. Hay que tener gran capacidad de resistencia –o de impermeabilidad a las críticas– para soportar el chaparrón que le está cayendo a esta mujer y a sus secuaces. Hay que saber guarecerse bien, en el caso del conjunto del gobierno, para que la bilis generalizada no salpique a cualquier otra estructura que no sea la del Ministerio de Igualdad.
Todos los que aprobaron la ley de marras, la que proporciona la salida adelantada de significados delincuentes, saben que son partícipes solidarios del desaguisado y, lo que es peor, también saben que no se pueden desmarcar de las acusaciones estupefacientes que las ignorantes de la banda de la tarta vuelcan sobre los jueces españoles; que son, en realidad, juezas y jueces y de varios colores ideológicos. Ayer mismo, en la típica huida hacia delante que pone en práctica quien se siente acorralado, la titular de Igualdad insistió en calificar de machistas –y de alguna manera también prevaricadores– a los jueces españoles, dándole igual si eran galgos o podencos. Cada palabra que pronuncia de más es una palada de tierra sobre sí misma y no acaba de darse cuenta de que es ella la que está cavando su tumba, no necesariamente los demás.
A Irene, vengo a decir, no la puede cesar Sánchez, porque tampoco la nombró: a él le dijeron, mis ministros son esta y esta y esta otra, y a tragar. Cesarla es acabar con la coalición y no hemos venido hasta aquí para eso. Sánchez puede hacer declaraciones tibias y particularmente idiotas, pero no cesarla como cesó a Campo y a Calvo cuando le advirtieron que el bodrio de ley ponía en bandeja problemas de envergadura. Sólo puede aspirar a que el desgaste sea tal que abrumada por la marea social decida volver a Galapagar a hacer tortillas a los niños. Se resistirá como gato panza arriba, pero por mucho que patalee como la niñata absurda que es, sabe que no puede trasladar a los jueces el error de haber abierto las puertas a violadores y delincuentes sexuales particularmente despreciables. Poca gente cree en ese reparto de culpas. Sólo tiene un alivio: la ley, aunque saliera de sus talleres, fue aprobada colegiadamente por un consejo de ministros en el que se sentaban tres jueces, tres, y fue aprobada por un Congreso en el que se supone que hay gente medianamente despierta. De todos es la responsabilidad. Solo le salva que el mayor responsable de todo es el sandio que la nombró. Y que no se atreve a echarla. De ahí lo del oráculo.