Se ha vuelto a proceder al ceremonial del reencuentro, justo en el momento en el que contabilizamos el precio de lo que perdimos
Un revoloteo de túnicas ha abanicado los barrios de España. Vecindarios alborotados, espartos estirados, costales, reposteros, capirotes enfundados, mañanas de fiesta, flores y oraciones, miradas emocionadas, pasos y tronos, insignias, dalmáticas, incienso, se afila el sol de abril, se alinean las veletas, revolotean los vencejos, la primavera ve crecer los menudos granos de la esperanza servidos en el mantel de la tarde... Ha vuelto la Semana Santa que conocemos, aunque, de hecho, no hubiera desaparecido. Dos años después de que un bicho llegara de China agarrado a las alas de un murciélago, cada cual ha conseguido poner el corazón a nivel y sacudirse el barro de las pupilas. El corazón del cofrade, ese músculo oscuro de toros en penumbra, que describió el poeta, vuelve a latir con la impaciencia de los días que nos han traído hasta aquí, esperando a sus horas más felices, esas en las que el hombre o la mujer visten de nazareno para dialogar con Dios de forma anónima. Nadie sabe lo que hay debajo de un antifaz, lo que lleva a esa persona a estar ahí, gente de todos los colores, certezas y dudas; nadie sabe qué arrastra a alguien a pasar unas horas rodeado de muchedumbre, hablando consigo mismo, recordando, rezando, yo qué sé. El nazareno es una incógnita anónima, como anónimas son sus emociones desde que a media tarde saluda al sol en el marco de la puerta del Templo hasta que llega la noche, de vuelta, como un inmenso párpado caído perforado de estrellas y cornetas.
Se ha vuelto a proceder al ceremonial del reencuentro, justo en el momento en el que contabilizamos el precio de lo que perdimos. ¿Qué se ha vivido en las horas de apagadas encinas en las que supimos que no era posible volver a las calles con Dios a cuestas? Mi ciudad y la suya precisaban las tardes de estos siete días después de ver sus calles vacías y sus corazones devastados por innumerables tragedias familiares, después del gran y sereno ejercicio de resignación sin voces ni aspavientos de quienes comprendieron que lo que no podía ser, no podía ser.
Con un sol entre las manos, como los chiquillos del Domingo de Ramos, Sevilla, es una reina abriendo su joyero, con breves esmeraldas brotando entre los asfaltos. Llevo hoy a mis mayores conmigo: cuando muere una madre tiembla el mundo y se desgaja una rama silenciosa en los brazos de Dios. De las manos de las madres, de las cicatrices de hermosura de sus dedos, nacía la miel de las meriendas. Junto a la risa con la que mi padre remendaba sus naufragios, las naves de la memoria vienen a estrellarse en los desfiladeros de mi sombra.
El beato cardenal Spínola supo resumir lo trascendental: hay quienes viven la Semana Santa y quienes simplemente la contemplan como si fuera solo un espectáculo. No habrá de importar: esta semana es el Templo que sale a la calle a buscar a los que no van al Templo. Lo sea o no para usted, Feliz Estación de Penitencia.