Garzón forma parte de ese apósito un tanto cretino de ministros sin mucho que hacer
Garzón, el ministro, ha tenido mala suerte: su polémica ha venido a rellenar unos días de desgaste informativo de la pandemia y de ausencia de iniciativas de relieve, con lo que las portadas eran fáciles, casi automáticas, hasta en la prensa amiga. Nada mejor que un ministro español poniendo a caldo a sectores exportadores españoles en un diario inglés: ni siquiera planeándolo te sale así de bien.
Se defiende el ministro diciendo algo que es cierto: él habló bien de la ganadería extensiva, es decir, la que cría a pocas cabezas de ganado en muchas hectáreas de extensión. Pero la cosa no quedó ahí ya que censuró la ganadería industrial con las palabras que todos conocemos, y el malvado periodista inglés, con conocimiento elemental de su profesión e intereses, destacó lo segundo, que es mucho más noticia que lo primero. Eso lo hemos conocido ahora, en ausencia de otros reclamos más allá de la pandemia y se ha organizado el lógico barullo: un absurdo ministro con antecedentes perjudica los intereses españoles en un sector puesto bajo la lupa del progresismo militante y cursi. Ayer, aquí en ABC, contabilicé un editorial y cinco artículos, lo cual muestra una unanimidad rotunda. En otros rotativos pasaba algo parecido. En el que usted está pensando, no: una columna solo y para censurar a un senador del PP que fue duro con Garzón en Twitter.
A pesar de este bombardeo crítico con las hechuras ideológicas y actoras del ministro -una perla para los buscadores de tesoros entre las basuras-, la reclamación de su cese fulminante por parte del presidente todos sabemos que es baldía. Sánchez no le puede destituir, aunque quiera. Que no quiere, porque cree que es bueno que se sepa cómo son los de Podemos; pero aunque pensara en castigar a quien le ha metido en un lío considerable con las organizaciones ganaderas y los exportadores españoles, aunque quisiera prescindir de quien le regala a su oposición argumentos cargados de pólvora, se encontraría con las manos atadas. A Garzón no le nombró Sánchez, le nombró Iglesias, y forma parte de ese apósito un tanto cretino de ministros sin mucha cosa que hacer, y, por lo tanto, dados a las bobadas y a las ocurrencias, a los que mejor no hacer demasiado caso y a los que desautorizar de facto mediante el silencio administrativo o la consabida fórmula de atribuir sus tontunas a «opiniones particulares», que es lo que se ha hecho en este caso.
Insisto en que Garzón ha tenido en esta ocasión mala suerte y en que puede haber un encarnizado castigo coral algo excesivo, pero un ministro, aunque se sienta hijo pródigo de la Alemania Oriental, debe medir bien la repercusiones que puedan tener sus apreciaciones en un mercado de libre información. Si él no lo sabe, debería saberlo su ayudante de prensa. A no ser que, efectivamente, lo que quisiera no fuera elogiar la ganadería extensiva sino darle martillazos a la industrial y sentirse un héroe por unos días. Bueno, es su elección.