Las enmiendas a la llamada Ley de Memoria Democrática son toda una exhibición de odio reconcentrado
Son maestros del odio. Maestros consumados, especialistas, artesanos. Aquellos que rodean al Gobierno de España saben que pueden exigir las atrocidades políticas que consideren oportunas ya que el cortoplacismo y la necesidad de apoyos del descuidero que ocupa La Moncloa harán que conceda lo que sea menester. Las enmiendas a la llamada Ley de Memoria Democrática, el bodrio articulado obra de Carmen Calvo y Félix Bolaños, son toda una exhibición de odio reconcentrado, rencor y maldad. Es cierto que el recorrido jurídico de las mismas es tan corto como la vergüenza de sus promotores, pero el tranco político sí puede alcanzar notable envergadura. Pretenden revisar supuestos crímenes de lesa humanidad que los españoles -por iniciativa fundamentalmente de los de izquierdas- decidimos envolver en el pasado al objeto de garantizarnos un futuro de concordia y progreso, que es justamente lo que trabajamos desde el 75. Ahora, los que quieren reeditar la historia funesta de los años treinta apuestan abiertamente por dividir a la sociedad y quitarle legitimidad a la democracia española y a la Transición que nos ha traído hasta aquí y que ha permitido, entre otras cosas, que enemigos de España se aúpen hasta el control del Estado. No es probable que acaben con ella, con la democracia, pero sí que envenenen el ambiente hasta tal punto que los rasguños sean difíciles de sobrellevar. El esfuerzo legislativo es absolutamente estéril en el plano práctico, como ya se han encargado de explicar diversos juristas, pero indudablemente establece un irrespirable aire de crispación que no acabo de entender a quién beneficia más que a los instigadores del odio generacional e ideológico encarnados en los socios de Sánchez. E, indudablemente, en el mismo Sánchez, un despreciable individuo sin principios ni escrúpulos que resulta capaz de venderse a quien haga falta por mantenerse en el poder. Por aprobar unos presupuestos va a ser capaz de entretener la política española pretendiendo investigar supuestos crímenes hasta el año 82 -vaya, que casualidad, con lo interesante que resultaría conocer aventuras del GAL- y sacar a pasear de nuevo el cadáver de Franco, el Francomodín, de la mano, entre otros, del relaciones públicas de los asesinos de las FARC, Enrique Santiago, que lleva del ronzal a Sánchez al desfiladero de la política en la que los francotiradores de la convivencia dispararán sobre el trabajo de tantos años y de tantos españoles.
El Gobierno de España está seriamente preocupado por las movilizaciones que se le avecinan y las que ya tiene que afrontar: el metal, los transportistas, los ganaderos... Y lo estará más por los sectores que ya andan seriamente incomodados, el último el del automóvil. El Francomodín, basado en un señor que nació en el siglo XIX, no sirve para todo y todo el tiempo. Entretiene y encabrona, pero no solventa los problemas.
Pero, con todo, el panorama al que nos arrastra la coalición heredera de no pocos asesinatos en el pasado, solo deja espacio a una pregunta profundamente desoladora aunque retórica: ¿es posible, Sánchez, que no tengas límites éticos?