Cuando uno ha trabajado insistentemente el Camino Francés, el que va de Roncesvalles a Santiago cruzando Navarra, La Rioja, Castilla, León y Galicia, siente la necesidad de descubrir nuevas rutas. Muchas han sido recuperadas y atendidas merced a la dedicación de las diferentes asociaciones del Camino y a la inversión de los distintos gobiernos autónomos. Así se puede andar por la Vía de la Plata, por el Camino Primitivo, por el del Norte, por el Aragonés, por el de aquí o por el de allá. Se está poniendo de moda alargar el Camino hasta Finisterre y proceder a la ceremonia de la quema de la ropa en los acantilados del final de la tierra. O subir a Santiago desde las apasionantes Rías Bajas, donde toda belleza es posible.
Pero este año me llamaba hacer la ruta por el llamado Camino Vasco de Interior, desde Bayona hasta empalmar, bien en Santo Domingo de la Calzada, bien en Burgos. Habida cuenta de que es más atractiva la llegada a Burgos desde San Juan de Ortega –excepción hecha de la entrada por Gamonal–, opté por el primero. Es poco transitado, especialmente por la zona alavesa, la célebre y bellísima llanada, pero es delicioso: los pueblos de la costa vasco-francesa, las laderas verdes hasta Hernani, las sidrerías vascas, el marmitako de Errioguarda, el mercado de los sábados de Tolosa, la frondosidad rural del Goyerri, la merluza rellena de txangurro de Ostatu… y el túnel de San Adrián, frontera entre Guipúzcoa y Álava y antiguo paso entre Castilla y el resto del continente. Salir del túnel, antigua cueva, y ver el paisaje alavés a tus pies es una estampida de sensaciones. Tras Salvatierra llega el dibujo agrícola de la tierra repleta de ermitas y santuarios y, finalmente, Vitoria, la ciudad completa y manejable más acogedora jamás vista. Vitoria es como un salón interior de una casa amable y elegante donde se pueden hacer muchas cosas, pero donde resulta imprescindible acudir a pequeños templos de los que les he dado razón en muchas ocasiones. Desde visitar al genio Senén González en Sagartoki hasta probar la excelente tortilla de Txiqui o las alucinaciones gastronómicas de Enrique de El Toloño. O pasear por Cuchillería y parar a deleitarse con la delicatesen de Victofer. O beber un gin-tonic como solo se prepara en el norte en el célebre Vittoria Bar, donde Pedro brinda por igual amabilidad y excelencia (tampoco es nada malo el de Vietato). Y así salir de la ciudad por el camino de la ermita del Santo y circular dieciocho deliciosos y solitarios kilómetros hasta La Puebla de Arganzón. Y de La Puebla, a través de campos de labor que te brindan amaneceres impagables, entrar en el Condado de Treviño y subir hasta el Portillo de la Lobera en una larga pero intensa etapa que te lleva hasta Haro en compañía del río Ebro con parada obligatoria en Briñas y paseo triunfal por el puente romano que separa ambas poblaciones.
Y, en Haro, el vino, y las bodegas, y su calle de la Herradura, y algún que otro palacio. Y, si se tercia, cordero asado en Terete y excursión a Ezcaray, y parada y fonda en Los Agustinos. Los veinte amables kilómetros que separan Haro de Santo Domingo de la Calzada, tan potente, tan sugestivo, tan todo, fui a andarlos el día de más calor de la historia de La Rioja. Salir a la calle y recibir una bofetada caliente a las cinco y media de la mañana no presagiaba nada bueno, pero se cumplieron –sin mucha sombra, más bien poca– y, ya luego, una tarde apacible y su pequeña descarga de agua hicieron el resto.
Vale la pena hacer este Camino llamado Alavés o Vasco de Interior. Si uno quiere soledad y belleza circundante, aquí va a encontrar ambas cosas. Adiós a la sierra de la Demanda, a la fertilidad guipuzcoana, a la llanura de Álava, al colindante río Ebro.
Un salto me plantó en León para hacer el recorrido hasta Ponferrada, pero eso llega la semana que viene. Adiós a los mejores días del año. Buen Camino a quien vaya andando por cualquiera de ellos.