Vuelvo a ver, con motivo de la visita de los príncipes de Asturias a Jerusalén, imágenes del Museo del Holocausto, que visité hará una veintena de años o tal vez algo más. Entiendo la frase con la que quieren resumir su sensación tras el recorrido silencioso y estremecido por cada una de sus salas: escalofrío del horror. Si usted ha decidido no morir sin visitar Tierra Santa, cosa que le alabo, sepa que no podrá dejar de visitar el centro interpretativo más cruel sobre la matanza sistemática más asesina vista en la historia moderna del ser humano. Los judíos, con su minuciosidad ejemplar, recuperaron en su día todos los datos posibles acerca del exterminio planificado por los nazis y lo plasmaron en un museo demoledor, estremecedor y aterrador. Los nombres de los asesinados, sus fotos, sus fichas de ingreso en el campo de concentración, la causa de su muerte -fusilados, gaseados, por inanición, por enfermedad-, su procedencia, los métodos con los que fueron torturados, el expolio al que se los sometió, todo consta en las diferentes plantas de un museo que resulta visita obligada para comprender bien el tiempo de locura atroz que vivió la Europa de los años cuarenta.
Yad Vashem ha ido evolucionando y completándose con los años. Aquel, quiso la casualidad que se estuviera juzgando a Ivan Demianiuk, ucraniano implicado en la muerte de más de veinte mil judíos en el campo de Sobibor. Demianiuk huyó tras la guerra a los Estados Unidos, país en el que se naturalizó, pero fue localizado por los judíos en los primeros años ochenta. El Estado de Israel consiguió la extradición y dispuso un largo juicio que habría de durar dos años y que concluyó con una condena a muerte en la horca. Las sesiones eran abiertas y este columnista estuvo en una de ellas: aún recuerdo el cara a cara con una de sus víctimas y los segundos interminables que tardó en descomponerse el rostro del testigo hasta que lo señaló con el dedo y dijo con ira tan acumulada como contenida: «¡Es él!». Una revisión del caso por el Supremo de Israel lo puso en libertad, ya que algunos testimonios aseguraban que se trataba de un simple mecánico que nada tenía que ver con el asesino de Treblinka. Hace apenas dos años, las autoridades estadounidenses y alemanas llegaron a un acuerdo para la extradición y el posterior juicio en Alemania del anciano Demianiuk, pero, al parecer, una avanzada leucemia ha impedido, de momento, el traslado. Sigue, al parecer, viviendo en Estados Unidos, aunque despojado de la ciudadanía norteamericana. Pero para siempre será señalado como Iván, el Terrible.
Visitar el Museo del Holocausto después de haber asistido durante una larga jornada al aparatoso aunque metódico juicio a un criminal nazi hace que observes cada una de las salas del complejo con una sensibilidad especial. En Yad Vashem hay cerca de sesenta y dos millones de páginas de documentos históricos sobre el Holocausto, amén de unos noventa mil volúmenes de bibliografía sobre el mismo; se puede visitar la conmovedora Cripta del Recuerdo o el no menos emocionante Monumento a los Niños, en memoria del cerca de millón y medio de chiquillos que aquellos animales eliminaron (en la Cripta del Recuerdo constan todos los nombres de los judíos asesinados o desaparecidos durante el horror de los asesinos hitlerianos, y se pueden conocer el rostro, las circunstancias de su deportación y muerte de cada uno de los seis millones y pico de judíos europeos a los que se negó el derecho a existir). Y todo aquello que se ve ya no se puede olvidar jamás.
Si Jerusalén merece una visita de por sí, que indudablemente la merece, cuánto más si se completa la misma con un recorrido por el horror que de forma ejemplar, admirable, han documentado los judíos. Comprendo las palabras de los príncipes y su sensación sobresaltada ante la atrocidad. Han pasado más de veinte años de aquel largo día entre el juicio y la visita y aún es el día en el que me tengo que olvidar de uno solo de los detalles. Hoy, Pascua de Resurrección, brindo por los judíos del mundo desde el respeto, la solidaridad y el afecto más sincero.