Pere Soley llevaba advirtiéndomelo desde hacía meses:
-Señor Herrera, puedo hacerle un daño irreparable. Yo contestaba:
-Es muy difícil que me sorprenda con algo estratosférico, señor Soley.
Y así un día tras otro. Soley es conocedor del vino en cada una de sus entrañas, profesional del jazz, comedor exquisito y, como quien suscribe, buceador en los mares de las Españas en busca del galeón perdido, del rincón secreto, de la sacristía oculta. Soley es poco afecto a las estrellas y a las guías establecidas; su brújula y olfato lo llevan por acequias, regatos, senderos, atajos, derrotas, travesías, trochas y veredas en busca de la mano que mece la olla, la sartén o la plancha. Sentados en la barcelonesa barra de Coure, donde Albert Ventura hace de su cocina un ejercicio de transparencia y un homenaje a la sencillez mediante la grandiosidad del producto, Soley me amenazó con el acudidero perfecto:
-Podría estar en Barcelona o en San Sebastián, pero sorpréndase con el daño que le voy a hacer, señor Herrera, está en Granada y usted no lo sabe.
-¿De qué me habla, señor Soley? ¿De El Mentidero, El Elefante, La Tana, Cunini, Los Santanderinos, el Asador de Curro, La Esquinita, Las Tinajas, La Ruta del Veleta?
-Sabía que podía humillarlo en cualquier momento. Todo eso está muy bien, pero la perfección se guarda en un bar de barriada. Si quiere, se lo enseño. Vamos al aeropuerto.
Y me llevó a FM, bar, efectivamente, de afueras, al que no hubiera dedicado mucha atención si hubiese pasado por su vera. FM no hace referencia alguna al soporte radiofónico en el que se desenvuelven ya la mayoría de las cadenas nacionales; FM responde a las iniciales de Francisco Martín, su propietario y encargado de atender la barra que, por todo servicio, tiene el local. Una pequeña cocina oculta tras un tabique hace el resto. En esa cocina mora el prodigio y se llama Rosa Macías, la sencillez de la excelencia, la mano blanda, la medida exacta. Todo arranca en la compra del material: si el pescado o el marisco está mínimamente maltratado, indebidamente arrastrado en su captura, se evidenciará en el resultado final, con lo que hay que negociar muy bien con los pescadores la esencia de la pesca, la presencia del producto para que sea impecable. Desconozco los pormenores de las negociaciones de FM con los pescadores de Motril, pero la quisquilla (que aún guarda su agua salina) o el salmonete son de bodegón del Siglo de Oro. Y, después, hay que elaborarlo todo, y hacer posible el milagro de que una puntillita –chopito- sea hecha a la plancha y quede jugosa, suelta y fresca. O que la quisquilla esté casi cruda y no sepa a cruda, sino a la sal justa que le sirve de lecho también en la plancha. Soley consideró que había que empezar bebiendo Reisling, continuar con Alsacia y acabar con un Borgoña blanco y, cuando te sientas con Soley, no se trata de discutir ni de negociar, ya que cualquier minuto puede ser propicio para escuchar cualquiera de sus invectivas más célebres:
-Usted no está preparado, señor Herrera, para discutirme este asunto. Disfrute de lo que le he programado y déjese de romances.
Suele tener razón porque es una de las más sólidas autoridades en materia vinícola y acostumbra a afirmar que pagar más de cuarenta euros por una botella es prestarse voluntariamente a un robo: «Los grandes vinos cuestan dinero por aquello de que hay más demanda que oferta: entre diez y cincuenta euros puede beberse grandes vinos franceses reconocidos a nivel mundial». Soley, si es necesario, descorcha como si nada un Mouton Rothschild de esos por el que los chinos pagan unos dos mil euros, pero se excita mucho más si encuentra un vino superior a precio razonable, un Ribera del Duero, por ejemplo, como el excelente Antonio Izquierdo de Aranda de Duero que no pasa de veinte euros y que me descubrió hace pocos días.
El hallazgo de FM (avenida Juan Pablo II) me trastornó, y tanto el señor Urrutia -que nos acompañaba- como yo hubimos de rendirle pleitesía. El señor Pere Soley -Golden Vintage-, una vez más, nos hizo un daño irreparable.