Apenas conocí a Aguirre, cosa que lamento, pero un par de entrevistas en la radio me dieron pie a considerarlo un peculiar sujeto, brillante y mordaz, capaz de la crueldad verbal más afilada, aunque también de la más genuina expresión de talento y conocimiento de toda una muestra de contemporáneos. Aguirre podía ser perverso, malo de toda maldad, pero jamás mediocre, gris, perfilero o aburrido, y así lo retrata primorosamente Manuel Vicent -un Sorolla en negro sobre blanco- en su última entrega editorial, Aguirre, el Magnífico (Alfaguara, 2011), un libro hermoso y cínico, metafórico, relator de una época, retrato de un tiempo de España en tono descreído y burlón. Vicent conoció a Jesús Aguirre, cura volteriano de formación germanófila y jesuítica, mucho antes de que se convirtiera en duque de Alba merced a su matrimonio con Cayetana Fitz-James Stuart: un libro nunca escrito sobre la figura de Azaña lo llevó a la editorial en la que Aguirre tenía adiestrado un perro dálmata para que se comiera los originales de Baltasar Porcel y en la que experimentaba el placer de encargarle textos a determinados autores para darse simplemente el gusto de no publicarlos.
A partir de ahí el relato nos traslada a los años en los que Aguirre se alza con los galones de Dios en Alemania y en los que oficia misa en la Universitaria de Madrid ante una pléyade de asistentes del rojerío de la época que asisten a sus homilías como el que asiste a un recital de flamenco de una figura emergente. Tras la misa acudían a la sacristía como los que van a felicitar al actor de moda al camerino. «¡Qué bien has estado hoy, Javier!», le espetaban aquellos intelectuales de la resistencia al régimen que no se perdían un domingo en la capilla, cualquiera de esos domingos en los que no había muchas cosas más que hacer en el Madrid del tardofranquismo. Cuenta Vicent que en una eucaristía dominical -que Aguirre oficiaba de espaldas y en latín-, al volverse al respetable, observó en la primera fila a un amigo al que había perdido tiempo atrás y por el que sentía especial predilección, tanta que en lugar de «Dominus vobiscum» -«El Señor esté con vosotros»-, abriendo los brazos y cerrando los ojos, solo atinó a decir «Bonjour, tristesse».
Su sátiro veneno le hacía ser cruel en ocasiones con aquellos que lo ponían a prueba; pero también lo era con quien no venía a cuento: Aguirre, en un restaurante, decidía odiar a un comensal cualquiera de una mesa vecina y pasaba media comida dedicándole invectivas sin piedad que solo oían sus compañeros de mesa. Ya de retirada de los hábitos que tan peculiarmente vistió, Aguirre fue llamado a casa de Torrente Ballester al haber hallado este y sus invitados un copón lleno de formas bajo la cama de uno de sus hijos: en teniendo prisa y ante la duda de que estuvieran consagradas, los formó a todos de rodillas frente a sí y les hizo comulgar una y otra vez hasta acabar el contenido, con la excepción del gran García Hortelano, que, repanchingado en el sofá, decía en cada turno: «Paso, padre».
Conoció a Cayetana vestido con pareo y sombrero en una tarde de «marbellerías» en las que consiguió, por igual, fascinar y horrorizar a la duquesa de Alba y, al poco, alcanzó la gloria heráldica que tal vez persiguió desde su pasado de hijo de madre soltera. Puso en orden documentos y catastro de la casa de Alba y vivió con las dos mil pesetas de paga que la duquesa le asignó para tabaco y otros menesteres. «La tradicional mala salud de los Alba» con la que acostumbraba a definir sus achaques se llevó por delante su vida a los sesenta y pocos años. Dejó algunos pasajes dignos del mejor esperpento y de la más cínica de las inteligencias. El lirismo soberbio de Manuel Vicent, su prosa virtuosa, casi poética, le hace justicia al hombre que, inquirido por el autor acerca de lo limpia que tenía las suelas y del tiempo que hacía que no pisaba la calle, le contestó: «Querido, probablemente no piso la calle como vosotros desde el siglo XVIII».
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Jesús Aguirre, el 'aristo-ácrata'
Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa de Alba, junto a su marido y antes cura, Jesús Aguirre.
(MARISA FLÓREZ) |