Denise Affonço, camboyana hija de francés y vietnamita, tuvo la mala suerte de vivir en Camboya entre los fatídicos años de 1970 y 1979. La tumultuosa historia indochina heredera de los conflictivos años 60 hizo que confluyeran, tras intereses europeos, chinos y norteamericanos, un inestable reinado de Norodom Sihanouk y, posteriormente, un generalato guerreador de un sujeto llamado Lon Nol. Tras este llegaron las huestes de Pol Pot, los tristemente célebres «jemeres rojos», a los que los pobladores de Phnom Penh recibieron entre vítores creyendo que llegaban los auténticos liberadores de la opresión vivida en aquel antiguo protectorado francés. Aquellos ásperos hombres vestidos de negro con un pañuelo rojo al cuello ordenaron, en primera instancia, un desalojo total de la capital con la excusa de inexorables bombardeos por parte de la aviación norteamericana. Era abril de 1975 y Camboya se abocaba a su gran tragedia histórica: los enloquecidos jemeres habían diseñado un estado agrícola de inspiración adanista, destilado del maoísmo, en el que habría de buscarse el «hombre nuevo» libre de toda intoxicación imperialista, capitalista y burguesa, hecho a imagen y semejanza del fanatismo más salvaje y asesino. Denise, junto con su marido y sus dos hijos, salió de la capital con destino a un lugar incierto en el que «reeducarse» y vivir la nueva experiencia social que el comunismo indochino había improvisado desde la más feroz e irracional de las ideologías. Los jemeres, en tan solo cuatro años, acabaron con la vida de cerca de dos millones de personas -de un país de apenas diez millones- mediante el expeditivo método de no gastar balas: simplemente los mataron de hambre, de torturas o de ejecuciones. Los hombres y mujeres de Pol Pot acabaron con la vida, por ejemplo, de los médicos a ladrillazos y de los intelectuales -llevar gafas era simplemente signo de ello- mediante culatazos de fusil, extinguieron a los «burgueses» mediante expeditivos métodos de asesinato colectivo y confiaron a los niños, auténticos seres puros en los que basar el futuro poder de Kampuchea, la misión del mando y control de los campamentos de refugiados en los que convirtieron el país. Es una historia conocida, aunque poco: durante no pocos años el mundo miró para otro lado y, significativamente, la izquierda global no quiso apercibirse de la matanza fanática que comunistas del peor cuño estaban practicando en un pequeño país de Asia. Denise pasó cuatro años durmiendo en una esterilla, trabajando quince horas al día en los arrozales camboyanos y sobreviviendo a base de insectos, saltamontes y hierbas del campo. Su hija pequeña murió de inanición, o sea, de hambre, al igual que sus cuatro sobrinos, su marido desapareció tras ser apartado por soldados jemeres (nunca supo más de él) y perdió el contacto con su hijo mayor, al que retuvieron cuatro años en un campo de trabajo. Angkar, el partido omnipresente, impersonal, todopoderoso, reestructuró sus vidas desde el nuevo diseño de una sociedad supuestamente feliz basado en varios mandamientos que debían aprender de memoria: todo el mundo será reformado por el trabajo, tendrá prohibido robar, habrá que decir la verdad a Angkar, a quien se obedecerá ciegamente, quedará prohibido expresar sentimientos de alegría o de tristeza, así como sentir nostalgia del pasado, nunca nadie se podrá quejar de nada, será obligatoria la autocrítica en público en reuniones diarias de adoctrinamiento, la ropa nunca será de colores y los niños serán separados de sus padres, ya que a partir de ese momento serán educados en la única dependencia del partido. El infierno estaba servido. Sorprendentemente, la matanza jemer pasó algún tiempo inadvertida e incluso, durante unos años, relativizada por la magra progre de varias sociedades. La pesadilla terminó el día en que los vietnamitas entraron en Camboya, derrotaron a los salvajes y liberaron a los camboyanos. Todo este proceso demencial ha quedado retratado en varios libros a lo largo de estos años de revisión de la historia inmediata, pero el firmado por Denise Affonço, El infierno de los jemeres rojos (Libros del Asteroide, 2010), es, sencillamente, demoledor. Demuestra que la maldad del ser humano no tiene límite y que determinadas locuras colectivas siguen siendo posibles en el mundo. Hoy, Denise vive en Francia con su hijo: tuvo la suerte de ser una superviviente.