Tony Manero le llama mucho la atención la afición a colocarse un gorrito en la cabeza que tiene todo turista que visita Nueva York en invierno. Manero, que jamás estropearía su tupé largamente moldeado por horas de cepillo y secador, encontró muy gracioso cómo le sentaba el gorro de lana de pescador –que jamás llevaría en su país– al mismísimo Manuel Marvizón Carballo al poco de salir en compañía de Ricardo Laguillo Morejón del local de alterne de la Octava Avenida en el que habían entrado por error –creían que era una juguetería–. En lugar de ajustárselo a la cabeza, se lo dejaba a media asta, como si fuese el gorro de dormir de Mister Scrooge. Sólo le faltaba la borla. «Manero, ¿dónde podríamos ir a cenar esta noche? Nos han hablado del River Café, pero no queremos parecer turistas de tablao flamenco», preguntó Laguillo mientras se subía cinco centímetros más el pantalón que se ajustaba poco debajo de la axila. «¿Al River Café?», pensó Manero. «Hombre, la verdad es que es un clásico, pero ya no guarda el encanto de los años ochenta: hoy hay mucho ejecutivo al mediodía y mucha pareja en viaje de novios por la noche. Además, que preparen doscientos pavos por cabeza», se dijo para sí. Pero si hay que ir, se va. Cruzaron el puente y se personaron en el embarcadero del East River en el que abrieron al final de los setenta la que iba a ser la mejor escuela de cocina de la ciudad. Ambos convenientemente trajeados –Laguillo, todo hay que decirlo, calzó deportivas marrones recién adquiridas en unas rebajas del Broadway más cercano al Downtown, cosa que tampoco haría en su ciudad y que le otorgaba un aire transgresor a su impronta de Hermano Mayor del Rocío de Sevilla– se cargaron un par de botellas de zinfandel, la varietal que Manero ansía importar a España, y le guiñaron convenientemente el ojo a una camarera hispana entre plato y plato. La cena fue sabrosa y el Skyline de Manhattan visto desde Brooklyn a nivel de río resulta igualmente demoledor que cuando se dibujaba el perfil de las dos Torres Gemelas. A ellos dos, como a tantos viajeros europeos, les gusta sentirse protagonistas de escenas de Sexo en Nueva York y buscan en la ciudad, legítimamente, sus escenarios adecuados. Normal: cuando Manero va a Moscú, también va a ver la momia de Lenin. No pudo faltar Canal Street, que es donde suele encontrarse toda España de visita en la Gran Manzana: los relojes falsos imitando las marcas de prestigio resultan muy atractivos, pero ya no son tan baratos y duran en activo menos tiempo que el vuelo de vuelta: no importó, Marvizón se hizo con nueve y Laguillo, con siete –«son para la Junta de Gobierno de la Hermandad»–, además de algunos bolsos y unas cuantas gafas falsas de Dolce Gabbana a precio de saldo. Cargados como mulas y sorteando el frío caminaron Soho arriba: Laguillo, con un jersey de pico y una zamarra de Decathlon abierta de par en par, y Marvizón, con un polar que escondía bajo dos jerséis un ejemplar del New York Times a modo de parapeto. Doce grados bajo cero llevaron a voz en grito al mejor músico español del momento a «cagarse en la madre que parió a este frío que me va a matar». Pero no querían perderse nada: «¿Podríamos conseguir entradas para los patitos?». A Manero le costó un rato adivinar que se referían al clásico Christmas Spectacular del Radio City Hall donde las rockettes llevan decenas de años levantando la pierna hasta dar la rodilla con su moño. Ni que decir tiene que fueron y que el comentario de Laguillo a la salida sobre la bondad de las bailarinas resultó irreproducible. «Qué bien bailan», vino a decir con otras palabras.
El mismo Laguillo que, en no pudiendo más, fue capaz de encenderse un cigarro en el vestidor de una tienda de pantalones vaqueros y el mismo Marvizón que vigilaba entretanto la llegada de algún vendedor airado dejaron Nueva York cargando con un par de maletas más de las que llevaron de ida suspirando por una tapa de El Rinconcillo o de Trifón. Manero no los olvidará nunca y la ciudad, tampoco: fueron dos bocanadas de aire fresco, muy fresco, sobre la ceniza negruzca del tiempo y sobre el desfilar rutinario de tanto fantasma abstraído.
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