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9 de enero de 2011

Tony Manero, en Degustation, New York


Tony Manero, harto de hamburguesas y de puñaladas traperas a cambio de menús excesivamente sobrevalorados, dudaba dejarse alimentar por Thomas Keller, David Chang o Daniel Humm. Hacía frío en el East Village de la ciudad y no era cosa de perder el tiempo en disquisiciones michelínicas: cualquiera de los tres podía estar esa noche en la barra de Degustation, en la casa del asombroso Wesley Genovart. ¿Una barra en Nueva York en la que comer deliciosamente?: Manero sabía que eso era factible, así que abrigado por su chaquetón de cuello imposible y volador, su pantalón de raso brillante y ajustado y su tupé Arriba España llamó a la puerta misteriosa y elegante de una de las sensaciones gastronómicas de Manhattan. Un show-cooking se abría en una barra baja, rectangular, con veinte asientos y dos planchas en el centro. Y en ellas, Wesley, español-norteamericano, nacido hace apenas una treintena de años en Marbella, criado en Mallorca y California, de padre balear y madre estadounidense, educado en fogones vascos y bostonianos, elegante, simpático y arrollador. Manero supo desde el primer momento que Genovart es una figura al alza, de una proyección envidiable. Trabaja al por menor de una carta de pocos platos, con notable movilidad, con técnica preciosista y gusto poco habitual en la Gran Manzana. No son tapas, son pequeños platos, así creados para que puedas degustar varios, acompañados por una buena carta de vinos, casi todos españoles, y servidos por un escaso personal atentísimo y feliz. No se cabe, claro.

Es un privilegio poder charlar con aquel que te está haciendo de comer a escaso metro y medio de tu asiento. Curioso como es, Manero no dejó de preguntar por cada paso, por cada componente, por cada idea. Y Wesley contesta, razona, desgrana paso a paso la manufactura de una comida sabrosa, imaginativa, alimenticia, nutriente. Y uno acaba hablando con el de al lado, gente normalmente de buen diente, de paladar educado, como si toda la barra fuese una pequeña familia o un grupo de buenos amigos. El hindú que estaba a su derecha le hizo una apreciación acerca del buen español que manejaba Manero para charlotear con el chef. «Los de Brooklyn seremos de la caldera del diablo, pero siempre hemos hablado un español correctísimo», contestó a la pareja, ella india de Las Palmas de Gran Canaria, que iba ya por el tercer plato de croquetas. ¿Croquetas en el East Village? Qué miedo. No, no se apuren, son extraordinarias. También el bacalao o el chipirón relleno de carne sobre una base de arroz negro con algo de alioli -all i oli en el catalán original-. Unas pequeñas sardinas aromatizadas y un colosal pichón con un fondo arrocero muy mallorquín cerraron la tanda. La mano inspiradora de Adrià se vislumbraba por alguna parte del recoleto y elegantísimo local, pero el trabajo suelto, metódico, del joven genio tiene mucho de cosecha propia, algo de aire francés y mucho vendaval mediterráneo. A la espalda, separado por un tabique, el otro medio local son mesas en las que apreciar, dicen, buena comida japonesa, cosa que a Manero aún no ha acabado de interesarle, ya que siempre tiene la sensación de que comer frío y poco no es comer.

El puyazo no fue exagerado, ni mucho menos, habida cuenta de lo que te cobran las estrellas neoyorquinas por aderezarte una ensalada o hacerse pasar por franceses de medio pelo. Manero, después de retirar el peine de grandes dimensiones de su bolsillo trasero, extrajo un puñado de dólares y pagó a gusto la cena más sabrosa de sus últimos años norteamericanos. Genovart está a punto de ser padre, al parecer, y estudia emigrar con su mujer a Vermont a proseguir con su carrera. No supo explicarle qué se le ha perdido por Nueva Inglaterra, pero entendió que si quiere volver a verlo tendrá que regresar pronto a la calle 5 semiesquina con la Segunda Avenida.

Ya en la acera, Manero añoró los años en los que solía acabar la noche en el Odissey de su barrio. Viendo su imagen reflejada en el escaparate de una licorería, no pudo por menos que evocar las tardes en las que comer delicias bien regadas era un sueño imposible para el simple dependiente de una droguería.


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