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Cabrito en adobo |
No es alguien, es algo. Algo que pasta por la más occidental de las islasCanarias, la más pequeña, la más protegida, la más meridional, reserva de la biosfera y tantas cosas más. Este del que hablo ni siquiera pasta, ya que no ha tenido tiempo de destetarse; es un cabrito lechal, de apenas tres semanas de vida, rico en hierro, como su tierra natal parece merecer; en cinc, poderoso antioxidante; en sodio, lo que potencia su sabor; y rico también en grasas muy fáciles de eliminar. Una bicoca. Si tiene, además, suerte de comérselo entre el final del invierno y media primavera, que es cuando su madre ha comido el mejor pasto, saboreará una carne poderosa y tierna a la vez, gustosa como pocas. Mi relación con el cabrito se circunscribía al incomparable Chuchi de Fuenmayor, donde el gran Jesús Álvarez me domesticó y educó en su ingesta (asado como un cordero, el cabrito se muestra como una alternativa con bastantes menos lípidos y digestión algo más ligera). La portentosa bodega del riojano hacía todo lo demás. Pero hubo de llegar carnaval y la reverencial visita a Santa Cruz de Tenerife llevarme de nuevo, como una procesión insoslayable, a El Coto de Antonio, la casa proverbial donde Carlos Padrón y Antonio García escriben las mejores páginas de la comida canaria y no canaria. Y hubo de llegar el día en que probara el cabrito frito en adobo que fuera sacrificado días atrás en los prados herreños que vieron nacer a este par de individuos. Uno casi se siente cuervo del Sabinar, donde los árboles batidos por el viento se tienden, retorcidos, a ras de tierra; o lagarto paseante por las lavas, de volcán en volcán, hasta llegar a la Punta de la Orchilla, la parte más occidental de España, el límite del mundo conocido hasta que Colón abandonara la isla camino de las Indias; o uva de los viñedos del valle del Golfo, donde se cría el vino poderoso y expresivo de El Hierro; o grano de arena volcánica; o roca de acantilado; o vestigio de laurisilva. ¿Todo eso simplemente por comerse un cabrito en adobo?: no sea exagerado, Herrera, que le pierde la facundia y acabaremos creyendo que ese día se había fumado algo más que un puro palmero. Pues no, ni me fumé nada indebido -si es que fumarse un buen puro en buena compañía aún no se ha convertido en acción socialmente punible- ni me iluminó más resplandor que el tinerfeño de marzo: saboreé el cabrito de El Hierro pasado por las mágicas manos de Antonio y acabé preguntándome dónde me había metido todos estos cincuenta y tres años anteriores, los que hoy contemplan este cuerpo hidalgo esculpido por los hidratos de carbono.
Hay que dejar, por lo visto, el cabrito lechal 24 horas en la nevera después de haberlo adobado con ajo, orégano, comino, guindilla, vinagre, el propio hígado del animal frito previamente, laurel, tomillo y vino. Se fríen los trozos adecuados y, posteriormente, se reduce ese caldo adobador en el propio aceite y se riega convenientemente. Nada más. Y nada menos. Si se acompaña con la papa herreña y un buen mojo, la felicidad es completa. La papa canaria, a la que se le ha dedicado en esta tribuna más de una reverencia, es diversa y monumental, aunque la variedad más inalcanzable es la papa negra, la «yema de huevo», una trufa cultivada en secano que, como mucho, es regada por la lluvia horizontal que provocan en el norte de Tenerife los vientos alisios. Hay que cocerla con mucha sal, no más, y dejarla secar en un trapo de cocina.
Me aseguran que en ese norte, en La Victoria, un hombre bautizado como Ruperto confecciona un cabrito recién sacrificado -o sea, con su sangre, lo que le potencia aún más su sabor, al igual que le pasa al conejo con el que preparan los mejores arroces de El Pinoso, Alicante- que rompe todas las expectativas posibles. Hablan de él como una leyenda y no habrán de pasar unas semanas que viaje a comprobarlo. Después de haber intimado de esta manera con el cabrito tengo que conocerlo en toda su plenitud, adobado, asado o confitado. Qué cabrito, qué bueno está.