Elvira Loureiro dejó su tierra natal cuando apenas contaba diecinueve años. Salió de Galicia como consecuencia de haberse enamorado de un gaditano de la Isla de León, es decir, de San Fernando, que la llevó consigo a la tierra de las salinas, los esteros y los buenos cantaores. El ‘Cañailla’ en cuestión le mostró que la Isla es, ciertamente, una isla, ya que, aunque poco, está separada del continente por el Caño de Sancti Petri y de Cádiz por el río Arillo, y le enseñó la Feria del Carmen y el puente Zuazo y los camarones en tortita y cuantas cosas alcanzara a ver de aquella ciudad que en su día fue capital de España cuando la Guerra de Independencia, que sufrió la entrada a saco de los cien mil hijos de San Luis y de la madre que parió al cabrón de Fernando VII y que vio cómo La Carraca dejaba de ser un arsenal para ser vestigio en la memoria. Ese San Fernando es el que hoy construye un tranvía por su casi peatonalizada Calle Real, el que ha crecido civil y militarmente, el que acoge la Venta Vargas en la que cantaba asombrosamente el mejor Camarón o en la que entrenaba Mágico González haciendo flexiones en la barra y justificándolo diciendo «cuando los otros me pasen balones en vez de melones, yo entrenaré como ellos», el que vio a la madre de Pepe Oneto parir a Pepe Oneto o el que adormece la tarde en los bajamares de Camposoto.
Con apenas treinta y tantos enviudó y quedó con sus hijos sin demasiada holgura para pensar en convertirse en rentista ni nada parecido. Decidió dar de comer. Pudo haber vuelto a Galicia, haberse recogido con su familia, guarecerse en sus paisajes de infancia, pero tenía unos cuantos hijos que pertenecían al sur y en el sur se quedó. Hoy, bastantes años después, Elvira es la cita ineludible de todo el que se acerca a la bahía de Cádiz y quiere saber cómo se hace el mejor pulpo de España. He dicho el mejor y no me retracto. A su pequeño acudidero de la Plazoleta de Las Vacas acuden a diario masas oceánicas de individuos en busca de la almeja exacta, perfecta, sabrosa, recién llegada de las costas gallegas, del pulpo mentado, de las patatas a la gallega y del tortillón sublime, hecho con la cadencia con la que los gallegos hacen la tortilla de patatas, es decir, con mimo de arquitecto artesano y con la consistencia de veintiocho huevos. Ni uno más ni uno menos. Si pasea con tiempo le aconsejo que se deje caer, frente por frente, por el Bar León y asistir al espectáculo de una tortita de camarones cercana a lo sublime, con su harina de garbanzos y su camarón fresco y aún nervioso, sólo comparable a la de Casa Balbino, en Sanlúcar de Barrameda. Parece que no, pero de confeccionarla con esa harina a hacerlo con la de trigo va una sensible diferencia (si en su zona no abunda, puede hacerla usted mismo moliendo garbanzos en la termomix).
El agrado de la familia, Elvira y su hijo Jesús principalmente, hace que la empanadilla, el raxo, la ensaladilla o el venado con almendras crezca hasta límites difícilmente accesibles por competencia alguna. Es un bar sencillo, con pocas mesas, pero con cocina a la altura de las mejores casas de comidas que usted pueda pisar en la idolatrada Galicia de las cosas, esa tierra donde le quitan importancia a todo, donde un rodaballo puede llegar a saber a rodaballo, donde cualquier bar de esquina le va a servir el pez que llevaba usted esperando conocer desde que era joven o la carne de la que alguna vez le hablaron. Uno, que de pulpo no es devorador y menos desde que Paul vaticinó el triunfo de España, ha comprobado que llevaba un cefalópodo escondido en el gusto, ya visible, felizmente, desde aquel día de julio en el que, paseando por San Fernando, fue a dar con un sencillo bar de gente buena. Menos mal que Elvira no se volvió a su pueblo, con lo lejos que me pilla.