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3 de julio de 2011

El último solo de Clarence Clemons


Probablemente no fuera el mejor saxofonista del mundo, pero tampoco hacía falta. Hay virtuosos que dominan instrumentos musicales hasta la perfección, pero transmiten menos que una radio de piedra; hay otros, en cambio, a los que se les puede resbalar una nota de vez en cuando, pero que llenan el espacio con su personalidad, con su pellizco particular, con su rareza, con su épica, con su arrebato. Clarence Clemons (pronúnciese ´Clemons`, no ´Climons`) fue de los segundos: miembro de la E Street Band desde sus inicios -la banda de Springsteen-, llegó al saxo tenor como podría haber llegado a la manicura, ya que tuvo guardado durante años en el armario un saxofón que le regaló su padre poco antes de los diez años. Alto y fuerte como un ropero de dos cuerpos, lo sacó de la funda tras un accidente de coche, supo que en los clubes de Nueva Jersey tocaba un chaval del que se decía iba para figura -no sé si ya Jon Landau, el que fuera su productor muchos años, había dicho aquello de «He visto el futuro del rock y se llama BS- y se presentó a pie de escena para pedirle un hueco en su banda. Bruce escuchó a aquella máquina de vibrar, infatigable y poderosa, y desde entonces fueron prácticamente inseparables. Cuento lo antedicho porque, ya es sabido, acaba de morir en Florida el negro al que la chusma de mi edad le debemos las emociones más secas, breves y conmovedoras de nuestra vida de aficionados al rock. Para muchos, la E Street Band puede no ser la máquina perfecta, pero sí es el perfecto complemento del genio de Springsteen. Clemons ha sido el látigo, el interruptor de corriente alterna, el despertador de sensaciones incuestionables desde sus ´solos` en medio de las mejores piezas de Bruce. Hoy es el día en el que los seguidores de la monumental obra de esta gentuza no nos ponemos de acuerdo sobre cuál es el mejor calambrazo de Clarence en una canción de la banda. Hay quien habla de la melancolía arrastrada y urbana de Junglelands, de la poderosa sacudida de The promise land o de Badlands, tal vez la de Prove it all night. Este que suscribe, y que si supiera tocar el saxofón podría reproducir de memoria la mayoría de sus piezas, se queda con otras dos: una de ellas interpretada en el Nou Camp ante el éxtasis total de los que coreamos hasta el menudeo Waiting for a sunny day, y otra aquella inyección de vida violenta y sublime que supuso escuchar por primera vez Born to run. Era 1975, veníamos de dos discos de culto y esperábamos la llegada definitiva de lo mejor del mesías que había de cambiar la historia del rock: ese día llegó cuando Nacido para correr apareció en nuestras manos y como una secta entregada escuchamos uno a uno los temas urbanos, desencantados, poéticos, eléctricos, que surgían de aquel vinilo en el que un negro y un blanco aparecían con guitarra y saxo en la portada blanca y desplegable del álbum. Eran ellos dos, The Boss y The Big Man, un tipo de Long Branch y un virginiano, poco virtuosos con sus instrumentos, pero descomunalmente creadores con ambos. Muerto Clemons puede pasar de todo: la E Street Band jamás será lo mismo, creando más vacío aún que el que creó Danny Federici tras su muerte, o el que puede crear la retirada de Max Weinberg, el elegante batería que ya parece tener dolor en las manos. Los grandes del rock también envejecen, y se cansan, y se ponen malos, y se mueren. Y nosotros lo hacemos un poco con ellos. La banda de Bruce tenía una columna vertebral que pasaba por el hombre que pedía en las giras un pollo asado diario en su camerino, por Van Zandt y por el impresionante pianista Roy Bittan. La edad no perdona y habrá que improvisar otros individuos, otro Clemons -o Curt Ramm o una sección de viento menos personalizada-, otro Max -su hijo-, como se hizo con el insustituible Federici. Pero para los mitómanos enfermos como muchos de nosotros ya nada será igual. La ausencia del tipo que nos raspó el alma con el duelo interpretativo del final de The New York City serenade ha dejado huérfana a una banda y lastimados a sus seguidores.


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