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23 de mayo de 2010

EL PABELLÓN ESPAÑOL DE LA EXPO 2010


La Exposición Universal de Shanghái viene a ser, para quien lo recuerde, como la de Sevilla multiplicada por diez. Han pasado dieciocho años y la tecnología ha avanzado, al igual que el volumen de inversión y cierta grandiosidad de obra pública, pero el aire es el mismo: voluntarios bien organizados, colas por doquier, agotadoras medidas de seguridad y exhibición arquitectónica. Los chinos han echado el resto, dígase de entrada.

Los arquitectos han retorcido su imaginación para que los pabellones sean, como en el caso de Sevilla, un canto a lo efímero: los hay imaginativos, los hay regulares y los hay estrafalarios y disparatados, pero ninguno tiene el aspecto de poder desafiar el paso del tiempo. Tal vez estén hechos con esa idea: se acaba la Expo y se derriba el engendro. El español es un claro caso de victoria del contenido sobre el continente: si les digo que me parece feo, les miento; pero si les digo que es una genialidad, también. Es una estructura recubierta de arpillera que, eso sí, le llama mucho la atención a la gente y que está suponiendo uno de los mayores reclamos de la Exposición.

A los visitantes les ha dado por el pabellón español y hay que felicitar a sus responsables por ello. Y a quienes han diseñado su contenido. Es muy difícil hacer de un pabellón un parque temático o una atracción EPCOT de Disney; un pabellón es una estructura ideal para cautivar mediante el impacto audiovisual y algún golpe de efecto audaz, y en ese sentido el español es efectivo: Bigas Luna recibe al visitante con una película muy bien resuelta sobre alguna de las esencias de España, incluido el Toro –al que se ha incorporado de forma sabia y prudente–, y el baile flamenco, y la Mezquita-Catedral de Córdoba, y el Chupinazo, y los deportistas españoles... Sigue un exquisito montaje del gran Basilio Martín Patino sobre las familias españolas y su evolución cotidiana, con imágenes televisivas, publicitarias, fotografías de familias numerosas, pasajes de vida rural, nostalgia del seiscientos y otros tantos símbolos de varias décadas que en algún momento pellizca al espectador –español, por supuesto–. Un pero: demasiada Alianza de Civilizaciones que da a entender que en una casa española viven más inmigrantes por rellano que lugareños de origen.

Y, finalmente, Miguelín. El bebé gigante creado por Isabel Coixet que aguarda a la salida de la segunda sala está cautivando a los chinos. Puede que usted no le encuentre el sentido, pero no está hecho para gustarnos a los que nos quedamos en España, sino para gustarle a los de allí, que son los que visitan mayormente el pabellón. Y les encanta. Algunas voces señalan que el niño, más que español, parece sueco, tan rubio, con los ojos tan azules... Ciertamente, como se encargó de recordar la comisaria italiana, no tiene el fenotipo mediterráneo, pero hay que pensar que los chinos asignan el carácter occidental a los rasgos más o menos nórdicos, y les llama tanto la atención que, si ven un niño de esas características por la calle –cosa que no suele pasar–, se paran a hacerle fotos como posesos. Más: la tienda del pabellón vende a diario todas las existencias.

El jamón ha entrado como una flecha en el gusto de esta gente: que se lo digan al maestro Pedro Larumbe, responsable del restaurante español, que ha diseñado una carta de tapas de calidad –de las que, cuando eres español, no arrugas la cara viendo lo que se prepara fuera de España– en la que triunfa la pata del cerdo ibérico. Se lamenta Pedro de no poder contar con el producto que él quisiera, pero, aun así, con un pescado chino que vaya usted a saber cuál es, prepara un ajoarriero estupefacientemente bueno.

Otra curiosidad: el pabellón está magníficamente atendido por un cuerpo de azafatos y azafatas, algunos de los cuales, a simple vista, son chinos. Pues no: son españoles, que hablan como usted y como yo, y que han nacido en España de padres chinos. Y lo bordan, claro, porque también saben esta cosa tan rara que insisten algunos en estudiar y que no se han percatado de que es imposible: el chino mandarín.

La semana que viene les cuento aventuras de Shanghái, que merece diez o doce capítulos por sí sola. Un último mensaje: no se arrepentirán si van a conocer la Expo 2010.


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