Para ocupar el mismo día la portada del Financial Times, de Le Monde, del periódico de referencia japonés, que no me acuerdo cómo se llama, y de algún que otro norteamericano, siendo español y no habiendo ganado la medalla de oro de eslalon gigante de rodillas, has de ser Ferran Adrià y anunciar que vas a cerrar tu restaurante un par de años para reflexionar e investigar sobre las modernas técnicas de restauración, cocina y marketing. Primera consideración: un diez en estrategia, en mercadotecnia. Segunda: Adrià es más importante de lo que nos creemos todos y muchísimo más de lo que se cree él. Tercera: nos ha pillado a todos con el paso cambiado y nos va a tener en vilo hasta saber qué se ha inventado. Cerrar El Bulli –no ahora, dentro de un par de años– ha supuesto cientos de artículos de opinión, debates en miles de foros y horas enteras en las cocinas profesionales de medio mundo de dimes y diretes. Adrià cierra, que se sepa, por varias razones: porque la máquina se lo comía a él, porque el negocio necesita reestructuración y porque ya hay mucha gente haciendo lo mismo que él. Hay que cambiar. Probablemente, El Bulli no vuelva a abrir las puertas como lo conocemos hoy, y lo que venga será un nuevo desafío que fascinará a sus seguidores y que descentrará a sus enemigos. Y es que, a pesar de que su bonhomía invite a pensar lo contrario, Adrià tiene enemigos: son los mismos que se declaran empresarialmente enemigos de la pujanza internacional de la cocina española, que, como declara el cocinero, ya no es un asunto de fogones, es un asunto financiero. Otros han minimizado la importancia de este juego de piezas, dando a entender que no se trata de una noticia con interés salvo para los ocho mil comensales que pueden cenar en El Bulli al año. Error. El restaurante de Adrià va más allá de eso. Cenar en Cala Montjoi trasciende al simple hecho de alimentarse: si yo tuviera que comer a diario en El Bulli, me volvería loco, igual que el propio Adrià, al que también le gusta comer lo mismo que a usted y a mí, que matamos por unas buenas alubias con oreja o por unas migas de harina como las que hace mi tía Ana en Cuevas del Almanzora. No es eso. Cenar en El Bulli es vestir de frac, cosa que jamás haríamos a diario por ser un engorro, pero que una vez en la vida resulta de lo más elegante y satisfactorio. De la escuela de esa casa, por demás –y es lo importante a lo que me refería–, han salido muchas tendencias aplicadas a la comida diaria, la que nos gusta, y aunque hay mucho imitador malo, también hay cocineros y cocineras españoles que han dado grandes pasos en el quehacer diario, creando una industria, un atractivo turístico, una forma de tunear el clasicismo que aportan no pocos beneficios culturales y económicos. Se puede uno chotear de las cocinas de vanguardia, pero es como hacerlo de la moda y sus aledaños, que es una industria que alberga miles de puestos de trabajo y que acaba repercutiendo en el jersey que lleva usted puesto hoy. Le guste o no.
Para que nos hagamos una idea: el invento de Adrià en Rosas (Gerona) tiene tres millones de solicitudes anuales para sentarse en una de sus mesas. Cobra algo más de doscientos euros y en su nómina constan más de ciento veinte personas, dos trabajadores por comensal. No es un restaurante rentable, aunque, eso sí, es la joya de una corona que explica los demás negocios de Adrià. Si este hombre quisiera ser rico podrido, lo tendría muy fácil: crear una red de Bullis por el mundo o trabajar por encargo para grandes magnates mundiales. Le pagarían fortunas. Pero para este tío raro, amable, sereno, sencillo e insobornablemente honesto, el dinero no es lo principal.
Creo, sinceramente, que hay que dejar en paz a Adrià, que es como más feliz está. Hay que agradecerle muchas cosas, entre ellas que hable de España constante y sinceramente. Que trabaje, que se imagine el mundo en colores en cualquier creación, que siga recorriendo España sin cohorte, a su aire, comiendo cosas sencillas y charlando con lugareños sin importarle un pito su pedigree. Que haga lo que le dé la gana. Cualquier día, ese tiovivo que tiene instalado en la cabeza volverá a reinventarse la cocina. El plazo está escrito: dentro de cuatro años.