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17 de mayo de 2002

Vámonos


Vienen de lejos, algunos. Otros sólo tienen que cortar alguna vieja vereda de carne y arena en dos días, tres días, no sé; un año entero, dicen las coplas. Los bueyes marcan el paso cansino entre barandales floridos, esas cosas que da el campo en primavera, ese surgir de pronto tan de por aquí abajo, de cuando algunos jaramagos se alteran en jardines prodigiosos, inexplicables. Cantan; incluso mastican oraciones. Sueñan escenas repetidas, paisajes sabidos e instantes conocidos. Romeros de vara y boto, de polvo y puntilla, de volante y flor, de rengue y rezo; romeros repeinados por la costumbre, remorenos de solanera baja, de llanto pronto y de abrazo suelto. Coge la manta y vente, que ya cruzan el Guadalquivir a lomos de la vieja madera de la barcaza de Cristóbal; cruzan el Malandar para desvirgar las puertas secretas que van a dar a La Plancha, donde ya no vive Alfonso; cruzan Marismilla con la prisa lenta de las romerías antiguas, seculares; miran de soslayo al Inglesillo y cruzan los cerros, las dunas móviles, los Lucios de aves y aguas, el Membrillo, Vetalengua, los Ánsares. Sanlúcar de Barrameda ondea el pañuelo del adiós desde Bajo de Guía. Y Huelva llega a Gato por el camino de Moguer, y Sevilla a Cuatro Vitas, y Triana al Quema, y Almería a Villamanrique cabalgando la indulgencia de su acento. Llegan por algo más que una jarana o un paseo. Llevan llegando desde que un pastor dio con una imagen allá donde amanece rezumante la marisma, donde Doña Ana dio nombre a un puñado de humedales. Llegan del norte al sur, de Madrid, de Badalona (¿cómo estás, inolvidable Paco?), de Canarias, de Ceuta, de Bruselas, de Australia...

Se prenden flores silvestres en el pelo, se tocan con ala ancha, se atan zahones a la cintura, se abotonan caireles de plata nueva, se cuelgan medallas desgastadas y empobrecidas por la riqueza de los años. Siguen a un Sinpecado lento, a un tamborilero joven, a un boyero viejo y a un sueño repetido. Prenden candelas para abrigar el cante de una noche de primavera, rezan a la manera de nosotros en el alba incierta de las tierras bajas, desparraman el llanto en cada ceremonia del reencuentro, excarcelan la risa tras la comunión civil del vino. Almonte abre las espuertas de la dicha y un aluvión de criaturas cruza el Puente del Ajolí con su singular acopio de lunas contadas, una, dos, tres... un año más la vida se tantea por salves cantadas al abrigo resinoso de los pinos, los que siguen llorando en el Coto despidiendo a las carretas (qué hermosa copla, inmortal Manolo Garrido). Arriban a una ermita blanca al compás estrepitoso que marca el cohetero y trazan sobre la última arena su paseíllo de gloria: un rostrillo de plata envuelve el semblante único de una Virgen única sólo salvada de tanta ansia por una reja en espera. Almonteño, déjame. Déjame Diego, santero, que me acerque. Déjame tocarla, que vengo bebiendo vientos desde que dejé a los míos más allá del tiempo.

Ya está aquí Pentecostés y algunos van a seguir sin entenderlo. Poco importa. Nunca precisó el cielo de valedores que sólo conocen la romería por un par de imágenes sabidas y retorcidas: cuatro relumbrones lloriqueando y cuatro fotógrafos inmortalizando el fuego fatuo de la impostura tonta. Me revientan. No pintan nada. No son nada, pero lo parecen todo. Detrás de ellos, de tanto simple disfrazado, está la gente, la que no aparece en informaciones superficiales, la que no se va tal como ha venido. La gente. La que sabe quién está al final del camino y cómo sabe el sur de España interpretar la partitura de la Fe desde la irresistible batuta de la alegría.

Pero, ¡qué más da! Llega el día. Nos espera Ella.

Vámonos.


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