Efectivamente, Rodríguez tiene un plan. Pero me temo que sólo uno. Cuando los estrategas diseñan una batalla sobre los mapas, una escaramuza o un asalto, siempre plantean la posibilidad de fracaso y la necesidad de contar con un plan alternativo. Eso lo hemos visto en todas las películas que se recuerdan: alguien desesperado, viendo que les falla la táctica, dice por transistor aquello de ¡pasamos al plan B, pasamos al plan B! y los tipos se salvan por los pelos antes de que los malos los achicharren. El Partido Socialista dispuso en su día no repetir la alianza constitucionalista que encarnó Redondo Terreros: coció a éste a fuego rápido -no sin la bajeza cómplice de un medio de comunicación fácilmente reconocible- y diseñó una política de guiños al electorado nacionalista coexistente con una postura de rechazo algo más matizada a sus líderes. Algo así como nos oponemos radicalmente pero hacemos lo posible por entendernos a través de determinados atajos: no os damos la razón pero sí os damos alguno de los elementos que reclamáis. Legítimo, evidentemente, pero peligroso. En virtud de ello, los socialistas vascos, con un antiguo nacionalista a la cabeza trasmutado a «michelín», han dibujado una reforma estatutaria que pretendería dar la razón por igual a los que piensan que hay que dinamitar el Estatuto de Guernica y los que creen que debe continuar tal y como está. Cosa complicadísima, por cierto. Es el Plan López, o el Plan Pachi, o el Plan Guevara, y con él los miembros del PSE creen que se contentará por igual a los que quieren acabar su relación con el resto de España y a los que siguen confiando en el Estado de las Autonomías. Se visualizó la pretensión de los socialistas de forma explícita en el debate en el Congreso con lendakari incluido: el discurso fuerte, duro, «guerniquista», sólido, lo asumió un magnífico Pérez Rubalcaba y el discurso con guiño al electorado nacionalista moderado fue cosa de Rodríguez. Venía a decir el presidente: «Yo os digo que no, pero tengo ideas sobre cómo nos podemos poner de acuerdo y reformar el Estatuto». Ibarreche no tragó porque a lo que iba era a que le dijeran sonoramente que no y así volver a su tribu y hacerse la víctima incomprendida, adelantar las elecciones un par de semanas y darles carácter plebiscitario. Todo perfectamente calculado.
Si la jugada de los socialistas sale bien y consiguen la suficiente representación parlamentaria para formar gobierno, independientemente de con quién quieran formarlo, su plan habrá salido bien. Podrán establecer un pacto con los nacionalistas y gobernar transversalmente, que es lo que en puridad se cree que quieren. Y habrá reforma, atenuada, pero la habrá. Y así de paso la reforma catalana tendrá la vía mucho más despejada. Ante supuestos como éstos se hace casi imposible una alianza de gobierno con el PP. Plan perfecto. Pero ¿y si no sale como está diseñado? Si los socialistas no puntúan lo suficiente como para poder gobernar y el nacionalismo engordado por los votos de ETA-Batasuna obtiene mayoría absoluta... la tragedia -como diría Maragall- está servida. El desafío ya no podrá contenerse con actitudes complacientes, habrá que meter los pies en el agua... Ante ese supuesto, ¿tiene un plan B el Gobierno español? ¿Tiene un plan B el socialismo de Rodríguez? ¿Está dispuesto a convertirse en el antipático líder capaz de decir que no y de enviar, si procede, a los guardias? ¿Ha estudiado la posibilidad de tener que aplicar artículos taxativos ante la desobediencia civil de una parte de la Administración del Estado?
Algo hace que buena parte de los observadores y analistas políticos crean que ese plan alternativo, sencillamente, no existe. Incluso lo creen muchos de los militantes y cuadros del partido, que, absortos, se preguntan cuál será el final de este asalto. Mal asunto.