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12 de mayo de 2004

No bastan disculpas


No basta, no. Pedir disculpas y quedarse sólo en eso es como atropellar a una familia y querer arreglarlo invitando a café a los supervivientes. Lo que nos diferencia a las sociedades occidentales desarrolladas y democráticas de las que no lo son es, precisamente, el escrúpulo ante lo que resulta intolerable, y las vejaciones que muestran las fotografías de los soldados norteamericanos están unos pasos más allá de lo que puede tolerar la decencia. No pretendo vivir en un jardín imposible enclavado en un barrio cochambroso: de sobras sabemos que la guerra y sus horrores viven en todas las acciones de una confrontación, desde un bombardeo hasta un interrogatorio, pero de ahí a consentir con el silencio la actuación cruel de unos carceleros media el abismo cierto que nos hace diferentes.

Ignoro detalles concretos de esa ejecutoria más allá de lo que muestran los originales reproducidos por una cadena norteamericana de televisión; no sé si fue una consigna de la CIA, si es práctica habitual de los ejércitos, si forma parte del libreto de mando de los estados mayores, si lo peor todavía está por ver, pero, en cualquier caso, me debo negar a la contemplación del horror tomándolo como inevitable.

La siniestra imagen que ha caído, como el plomo, sobre las fuerzas armadas de los Estados Unidos, es sólo comparable al efecto de un mazazo sobre un pastel: una admirable sociedad como la norteamericana, estremecida por lo que han denunciado desde su propio mecanismo de libertades públicas, no puede quedar ante el mundo como una generadora de soldados Englands. No es justo.

Por eso el daño difícilmente remediable debe tener más consecuencias que unas simples condenas militares por desmanes o abusos: Rumsfeld debe pagar con su cargo las atrocidades de una guerra errónea desde el principio hasta el final. Bush, el inconsistente Bush, el malhadado Bush, no puede salir a los medios y brindarle el toro a su secretario de defensa como quien está orgulloso de las gamberradas de su niño. El pudor y la compostura exigen algo más, ya que son muchos los ciudadanos en el mundo que defienden que hasta en la guerra hay que saber donde están los límites. No digamos ya en una guerra de ocupación como esta.

Lo que nos separa de aquellos que sólo saben censurar las torturas de uno de los lados es la inequívoca denuncia de todos los abusos. De absolutamente todos. Cuando elevamos la voz contra las barbaridades de la dictadura cubana y el encarcelamiento y tortura de disidentes políticos lo hacemos desde el convencimiento de estar del lado de la misma libertad que nos obliga a hacerlo ahora. Hay quienes, desgraciadamente, sólo ven las torturas de uno de los lados y cuando se habla de la isla del Caribe sólo se fijan en Guantánamo: se tapan los ojos, cuando no justifican veladamente a los dictadores de verde olivo, y desatan la verborrea fácil que inspira el dogmatismo político.

La diferencia estriba en que ha sido el propio sistema norteamericano el que ha desvelado los horrores haciendo que sus dirigentes muestren la vergüenza de su ejecutoria. Admirable mecanismo de defensa. Esa misma sociedad es la que debe exigir responsabilidades y cobrarle al ignorante de su presidente el daño causado por un conjunto de soldados indecentes e infames.

Sólo así podrán los estadounidenses recobrar un elemental prestigio internacional que ahora ha quedado absolutamente pisoteado por esta reedición vietnamita del horror. Sólo desalojando del poder a quien consiente el espantoso espectáculo con sus palabras de apoyo al responsable del pentágono conseguirá una admirable sociedad lavar la mancha casi imborrable de la ignominia.

No bastan las disculpas. Los soldados, a la cárcel. Los responsables de la orden, también. Y los de más arriba, a la calle, empezando por el arrogante Rumsfeld.


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