Desconozco las causas técnicas que impedirán al AVE Madrid-Barcelona alcanzar los trescientos cincuenta kilómetros hora. Desconozco, incluso, si es verdad que no se vayan a alcanzar o si sólo se trata de una estrategia política del ministerio correspondiente para calentar el ambiente electoral y achacar a la gestión de los populares un nuevo error de gestión. Todo puede ser en el reino de la gobernación. De ser así, en cualquier caso, nos encontramos ante un nuevo fiasco. La diferencia entre un tren que circula a trescientos cincuenta y otro que lo hace a menos de trescientos –doscientos veinte, dicen-- hace que de Alta Velocidad se pase a Velocidad Más o Menos Alta y que el tiempo de trayecto ya no compense lo suficiente como para dejar de utilizar el avión, deseo que acarician íntimamente no pocos usuarios del Puente Aéreo, hartos de las esperas y las incomodidades que plantea la aviación. Llevan años en Barcelona soñando con el día en que uno se subirá en La Sagrera a un tren confortable y ligero que le acercará en algo más de dos horas a la estación de Atocha, en el mismo centro de Madrid, sin los atascos habituales de entrada o de salida. El mazazo que supone posponer el proyecto hasta el 2010 --con la idea añadida de que pare en El Prat o en la puerta de la casa de Maragall si hace falta--, desanima no poco a los barceloneses –más que a los madrileños-- y les hace pensar si es que no es mala leche en lugar de imponderables. Desde el 92, año en que se inauguró la línea con Sevilla, habrán pasado dieciocho más, lo cual se antoja excesivo para construir un trayecto ferroviario, por muy de alta velocidad que sea, y amplía el volumen de las quejas de aquellos que consideraron un dislate comenzar la construcción del AVE hacia el sur en lugar de hacia la frontera francesa. No tienen razón en ello, todo sea dicho, ya que ese tren no era sólo una exigencia de viajeros sino un vector de desarrollo del que el sur de la península estaba más que necesitado después de siglos de mirar hacia el norte y sólo hacia el norte. Aquello fue un acierto de los gobiernos de Felipe González –Borrell incluido-- se pongan como se pongan los demás. Ocurre que tal y como quedaron las arcas públicas durante la gestión económica de los socialistas a ver quién era el guapo que acometía al momento otra obra casi faraónica. Pero eso es otra historia. De lo que se trata es de que este gobierno deje de mirar hacia atrás y se emplee a fondo para unir las dos principales ciudades españolas por ferrocarril, ajuste las inversiones en infraestructuras y mejore en lo posible el aeropuerto de El Prat y el Puerto de Barcelona, que no siempre se van a quejar de vicio los catalanes. La Cámara de Comercio barcelonesa ha cifrado en más de cinco mil millones de euros el déficit en inversiones desde el año 91, con los cuales todo lo anterior habría sido concluido, y aunque sea cierto que no sólo es Cataluña quien precisa políticas inversoras –hay más españoles en España--, no lo es menos que parece justa la petición de mil millones extras en los próximos seis años para no perder el tren del progreso.
En el caso nada deseable de que el AVE –que no el TGV, como insisten infantilmente en llamarlo en Cataluña para así evitar la molesta palabra “española” en referencia a la alta velocidad-- se convierta en un tren de rapidez mediana y de desesperantemente lenta ejecución, se pondrá en manos de los de siempre el argumento perfecto para el rasgamiento de vestiduras. Y no parece estar el patio para eso. Además de no ser justo, está claro.
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