La senectud del silencio se ha echado como un manto sobre un hombre solo. Ese absoluto enrejado del día que deja ver el claroscuro vaticano habla de un ser humano único e incomparable que está sentado a la vera de sí mismo viendo venir su muerte. Juan Pablo asomado a la ventana, asomado al dolor. Y las voces. Dicen que si la crueldad. No es el único anciano que sufre: esas manos de lamento intentando llevarse a la cara la impotencia de la voz apagada son las mismas manos de millones de ellos que andan transitando por crepúsculos con cicatrices. No; no tendría por qué ser más confortable la última llama de Juan Pablo apartado éste de sus aposentos espirituales. Entiendo la fortaleza digna de un hombre que no quiere evitar la fotografía de su martirio y que quiere decirle al mundo que él está donde tiene que estar. La Iglesia no tropezará por unos cuantos días, meses, gobernándose al ralentí: después de dos mil años en los que se sucedieron tantos sobresaltos, la sede de San Pedro podrá aguantar los días y las noches de un Papa que habla con los gestos.
Hay algo en el secreto de su lenta lágrima que me llama a sentirme solidario más allá de la Fe: se adelgaza la vida de un hombre de sangre definitiva y alta mientras se muerden los labios aquellos que le odian y yo mismo, peregrino de las dudas, me acuerdo del «non abbiate paura» con el que nos invitó a no tener miedo aquella lejana mañana de su primera misa de pontificado. Después vino lo que vino: reconciliación con los judíos, acercamiento al Islam, caída irremisible del Muro, críticas a la explotación capitalista y viajes de este a oeste y de norte a sur para engrasar los goznes de un tercer milenio a punto de ser abierto. La misma anchura de espalda que exhibió para acarrear los desafíos de su tiempo es la que muestra ahora para asomarse a un balcón y contener el grito que le ronda por esos meandros del dolor que cubren su vieja geografía de hombre. Puede que Wojtila esté buscando celosías por las que escaparse hacia luces de ceniza definitiva y volver a la infancia de sables y rosas, pero sabe que mientras no arrecie la lluvia última, decisiva, los tormentos que le rondan son una forma de hacerse como todos. «Allá donde el viejo se aquieta y se detiene, nace el viento más frío», escribió el poeta. Quienes quieren, en virtud de una piedad confusa, retirarle al frío silencio de la ausencia, no quieren comprender que el mundo, precisamente ahora, requiere de gargantas donde pueda morderse la amargura toda. Un Papa con un hilo de voz descolorida es una forma más de horizontalizar una Iglesia excesivamente aupada en símbolos de púrpura ajena. «Sólo nos falta la miseria para ser invencibles», escribió Kadaré cuando glosaba las noches descoloridas como cobertores viejos y los días manchados como sábanas usadas: veía venir la muerte al paso lento de los atardeceres que se echan a mano.
El polaco que llegó del marxismo, del que invitó a conocer «el alma verdadera en la crítica a las alienaciones del mercado», está llamado en breve a ser piedra o mármol. Pocos días después de que un abrazo de tierra le abarque el sueño, alguien pronunciará las palabras históricas «Extra Omnes» -que no quede nadie-. El que venga ya sabe lo que le espera: desafíos que van de la secularización o la falta de vocaciones a las diversas doctrinas que elaborar sobre los pasos de gigante que da la ciencia día a día. Si andan finos en la elección, tendrán mucho ganado. Mientras tanto, quedémonos con la horma del coraje que se agazapa tras los ojos abiertos de un hombre vestido de blanco.
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