El fascismo difuso que destilan algunas de las esporas del «Pacto del Tinell», ése según el cual nunca se deberá ni se podrá pactar con el Partido Popular en ninguna instancia del Estado, acaba de evidenciarse de forma explícita en el amago de ruptura del acuerdo que las dos principales fuerzas políticas de la Comunidad Valenciana establecieron para sacar adelante su renovado estatuto. Como saben, PP y PSOE, Camps y Pla, sacudiéndose de encima viejos malditismos cainitas atribuidos a la relación entre valencianos de distinto signo, acordaron los pormayores y pormenores de un nuevo marco estatutario que sirviese de instrumento para el continuo desarrollo de una comunidad, de por sí, extraordinariamente activa y en constante crecimiento. Cuando la mirada siempre recelosa del nacionalismo vecino recayó en ese trato de viejos regantes, se activó la cláusula maldita que escribieron en Barcelona aquéllos que han diseñado el futuro del país en función de la exclusión de un importante número de españoles representados por el centro derecha español. ¿A qué aspiran Rodríguez y sus huestes?: a anular por completo la existencia de una realidad liberal conservadora en el espectro político; según sus planes, el futuro estaría diseñado por un fuerte partido de izquierda oportunista que establecería pactos con formaciones nacionalistas de diverso signo, a las que alimentaría con las regalías necesarias para mantenerse en el poder todo el tiempo necesario.
No sería menester ningún pacto estatal, dado que la Administración Central del Estado se adelgazaría lo suficiente como para tener a todos los demás contentos y permanecería lo imprescindiblemente vertical como para mantener la necesidad de un partido de corte nacional que aunara las reivindicaciones territoriales. Así, el machito del poder sería prácticamente eterno. Ése es el Tinell. Los partidos que conforman el inquietante pacto de privilegiados que se llama «Galeusca» -de tenebroso recuerdo histórico- han advertido claramente al PSOE de que no se pueden hacer excepciones. Mucho menos en Valencia, tierra a la que los independentistas catalanes han pretendido estrangular obligando al gobierno recién elegido a cerrar el grifo del agua. Un par de excusas despreciables -reducir el tanto por ciento exigible para la representación parlamentaria y redefinir el idioma de la Comunidad- han servido para desestabilizar el futuro de una tierra que a algunos mediocres les inspira temor: no sabemos hasta dónde pueden llegar Valencia y su obstinación por el progreso y la modernidad, pero es cierto que su proyección actual resulta absolutamente espectacular; tanto que aquéllos que aspiran al tutelaje eterno y al pancatalanismo de pacotilla utilizan estratagemas miserables para frenar una expansión social que puede acabar sacándoles los colores.
Que unos alborotadores colaboracionistas entren en la Cortes Valencianas no puede ser motivo de desacuerdo. Que el idioma que se habla en la Comunidad deje de llamarse valenciano por imposición de unos vecinos que quieren que todo se llame catalán a toda costa, tampoco. Lo que se habla en Cataluña y lo que se habla en Valencia deriva del mismo tronco, no tengo duda alguna. Desde luego a mí me suena a lo mismo. Sólo que cada uno lo llama como quiera, los catalanes, catalán, y los valencianos, valenciano. Puestos a pedir unidad nominativa, ¿por qué en lugar de los valencianos reconocer que hablan catalán no reconocen los catalanes que hablan valenciano? Todo es tan absurdo, en cualquier caso, que no merece la pena detenerse en ello. Si el PSOE de Pla y Ciscar comete el inmenso error de traicionar su pacto para dar gusto a los que suscribieron la ignominia del Tinell, se aboca a un desprestigio político en su territorio de tal magnitud que habrán de pagarlo muy caro. Sólo por ello, además de por elemental lealtad a la tierra a la que pertenecen -que no desafí
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