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1 de julio de 2005

El furor de Magdalena


El mejor regalito que Manuel Chaves ha hecho a la Nación, Magdalena Álvarez, ha dado el mejor titular de estos últimos días de histrionismo y pantomima, de surrealismo y perplejidad, de condenas retroactivas y de inconsistencias de futuro. Ha pasado como una extravasación más de su pésimo humor y ha quedado guardada en los archivos de lo intrascendente, pero la contestación que Álvarez le dio a Acebes a cuenta de unas críticas de éste por un aquél de las «carreteras de diseño» o pertenece con todo mérito a la galería de una cierta simpleza concentrada o entra de lleno en aquel feminismo histérico de los setenta, el de la vieja escuela, que ya pasó de moda y que tenía por determinados modos del existencialismo una innegable predilección. Uno, que quedó tocado por la lectura de Norman Mailer años ha -«El Prisionero del Sexo», políticamente incorrecto, lo sé, lo sé-, tiene predilección por esa fraseología de rebelde antiguo, universitario, absurdo: ese decirle a Acebes que «roza la violencia de género» por acusarla de equivocar el diagnóstico de las futuras infraestructuras españolas entra de lleno en un hembrismo tan delirante que se hace absolutamente enternecedor, en acreedora de medidas de protección a la especie como si de un lince se tratara. Lince hembra, por supuesto.

El «sorjuanismo» -por Sor Juana Inés- que exhibe Magdalena en sus momentos de éxtasis místico la hace merecedora de aquel ensayo de la chilena Julieta Kirkwood en el que estableció que «elegir entre mesura e insolencia tiene que ver con las estrategias políticas», poco más o menos que pedir buenas maneras a determinadas personas es restarle autenticidad a su capacidad de rebeldía. Como Kirkwood, la ministra eficacia del gobierno Rodríguez -vale, hay una cierta ironía en ello, sí- debe considerar que la irritación del gesto y del modo es una forma de apuntalar las carreteras mucho más importante que el número de apisonadoras que disperse por los asfaltos. Pero, con todo, que el futuro de la red viaria española pase o no por carreteras mejor o peor diseñadas en función de las necesidades estratégicas de los españoles ha pasado a ser ya un tema menor. Este sarpullido feroz de «misandrism» -la izquierda norteamericana, tan formal siempre para el adjetivo calificativo, creó este término para describir la hostilidad para con el hombre- no deja de parecerse a la salida picaruela que manejan determinados seres humanos pertenecientes a etnias teóricamente desfavorecidas cuando quieren aprovechar esta circunstancia en beneficio propio: me recuerda a aquel presidente temporal de Melilla que acusaba de «racista» al que ejercía alguna crítica política contra él. Es como si un magrebí le espetase eso mismo a un europeo que le impidiese colarse en la taquilla del cine, por ejemplo. Tan ridículo como posible.

Claro que no conviene lamentarse en exceso porque nuestra vida diaria está llena de ejemplos de discriminación y de abuso, pero precisamente por ello la salida de pata de banco de la gestora del Plan Galicia defecante minusvalora la auténtica violencia que muchos hombres ejercen sobre atormentadas mujeres. Asumir en su persona la tragedia que viven mujeres del mundo entero es particularmente desafortunado. Pero vete a decírselo.

Con todo, la aportación al corpus doctrinal de la humanidad de aquellas que parecen aspirar a suplantar el despotismo conocido no pasa de enmarcarse en la simple crónica de pasatiempos. Instaladas en un neoconservadurismo a la contra, las Magdalenas propensas a la ictericia súbita invitan, inevitablemente, a la ternura. Y a una cierta intranquilidad también, todo sea dicho, ya que me sobrevuela una inquietud desde que he conocido su criterio acerca de la relación entre crítica política y ejercicio del machismo: el día que cometa un acierto -no descartable, ya que se trata de u


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