Hay un lenguaje de ventanas como lo hay de campanas. Los campaneros siempre anunciaron las nuevas de una población con un repique o un tañido que por igual llamaban a la gloria que a la pena. Hoy en Roma no hablan las campanas, enmudecidas por el terciopelo morado de la muerte; pero sí hablan las ventanas. La ventana entreabierta del dormitorio de Juan Pablo ha dejado ver la luz de un anhelo eterno durante los días en los que ha mudado la vida a esferas más celestiales.
Visto desde donde estoy escribiendo este suelto, las ventanas del Papa son las únicas entreabiertas en este damero enloquecidamente bello que es San Pedro. Esas dos ventanas hablan con los labios de sus hojas. Y quien sepa leerlas entenderá en ellas el mensaje cifrado de la esperanza. Viva y eterna. Por la rendija que dejan se ha colado el suspiro de ida y vuelta de un hombre que le ha hablado al mundo hasta la hora de su muerte. Amén.
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