Parece mentira lo que llevamos hablado de la selección española de fútbol. Como si fuera una cosa del otro mundo que les hubiesen eliminado a las primeras de cambio. Aunque parezca mentira, hay vida después del noble deporte del balompié: que unos muchachos voluntariosos pero algo torpes ocupen tantas ansias nuestras –las mías incluidas-- se me antoja un tanto desproporcionado y, en cualquier caso, un ejemplo más de fascinación colectiva por las gestas imposibles. ¿A quién se le ocurre pensar que los seleccionados españoles pueden llegar a ser alguna vez campeones de algo?.
España es un país que destaca en algunas prácticas deportivas y que puede presumir de tener combinados nacionales que han puesto picas en algunos Flandes concretos, pero de ahí a creer que los esforzados jugadores españoles de fútbol pueden compararse a los Nedved, Rooney, Figo y compañía va un enorme abismo repleto de ilusión óptica. Los comentaristas deportivos, las empresas periodísticas en general, acumulan esperanzas vanas en los previos a un campeonato para obtener algo más de beneficio y en ese infernal círculo se realimentan expectativas imposibles que nos abocan, indefectiblemente, a esta cansina melancolía en la que hemos crecido la mayoría. No hay otra explicación. Si fuésemos más consecuentes con nuestra trayectoria y con la corta proyección de nuestros deportistas no nos llevaríamos esos soponcios colectivos que abochornan un tanto la razón.
Evidentemente, a todo aficionado con sentimiento de pertenencia a un colectivo concreto le gusta que sus representantes triunfen en la competición a la que acudan, pero hay que tener un poco de perspectiva y trabajar con el realismo que ofrece la fría estadística. A ningún maltés, por ejemplo, le extraña que su selección no esté entre las clasificadas para una fase final, y, en consecuencia, celebran las pocas victorias que obtienen como una auténtica fiesta y consideran un triunfo no perder por más de cuatro. Pues ya está. La española, en cambio, es una selección que achaca a los infortunios no codearse con las ocho mejores del mundo o no pasar de los célebres cuartos de final, cuando deberían saber que son una síntesis perfecta del país al que representan: una nación que no acaba de estar nunca en ninguna foto significativa de la historia moderna y que, cuando lo está, opta por quitarse de en medio acogotada por la trascendencia.
No se trata de abjurar cíclicamente de nuestros representantes y de achacar a su “falta de huevos” los contratiempos continuados: nadie debe dudar de que a ellos les gustaría ganar y de que se dejan la piel en el intento, pero es que no dan para más y siempre acaban encontrándose con uno más bueno que los aparta del camino que va directo a la gloria. España, en general, es un país que no se cree lo que puede llegar a ser, y el fútbol no tiene por qué ser una excepción como sí lo son algunas otras prácticas deportivas más minoritarias. Si toda la pasión que ponemos en abrigar nuestras aspiraciones en el deporte de la pelota la pusiésemos en gestas de bien diferente signo otro gallo nos cantaría, y no esta gallina desafinada en la que se ha convertido el destino de once muchachos sucesivos incapaces de darse el gusto de la victoria.
En cualquier caso, es una batalla perdida. Dentro de cuatro años, si nos clasificamos para el mundial de Alemania, olvidaremos todo lo que estamos publicando estos días y volveremos a especular con el éxito de once futbolistas que, presumiblemente, incorporarán otros nombres, pero que volverán a retratarse con el billete de vuelta a las primeras de cambio y que lucirán, un tanto desganados, la cara de perdedor que se nos pone siempre cuando abordamos cualquier empresa internacional. No hay nada que hacer: es el sino de España