El debate viene envenenado aguas arriba y así es muy difícil hablar con la tranquilidad que merece un asunto como éste. Hay pocas dudas acerca de la responsabilidad histórica del pancatalanismo, que es una de las gilipolleces más contumaces de este siglo y del anterior y que adultera la serenidad de todos.
Si algunos políticos catalanes no exhibieran sin recato ese sueño trasnochado de los Países Catalanes y otras chorradas tangenciales, el diálogo social, empresarial y cultural entre Valencia y Cataluña sería mucho más fructífero y notablemente más ajustado a la realidad individual de ciudadanos que no tienen más remedio que quererse y entenderse. No se pueden abordar relaciones culturales adoptando posturas de hermano mayor condescendiente, ya que así obligas a los otros a recordar lo que son y, sobre todo, lo que pueden llegar a ser y desentierras contenciosos olvidables y pendencias históricas innecesarias.
En Cataluña sobra esa condescendencia -y una cierta suficiencia- con la que se mira hacia el sur, de la misma manera que en la Comunidad Valenciana no se debe estar todo el día poniendo bajo sospecha cualquier arrumaco que les llegue desde el norte. No pretendo ser políticamente correcto, que eso ya lo hace muy bien el periodismo barcelonés, pero sí limar los innecesarios roces que lo complican todo: en principio, los valencianos tienen derecho a llamar a su lengua como quieran, a hacerla evolucionar como mejor les parezca y a reivindicar un pasado literario especialmente luminoso basado en nombres como Joanot Martorell o Ausias March, al igual que los mallorquines pueden sacar a pasear a aquel Raimon Llull al que los estudiantes de mi época tuvimos que conocer como Raimundo Lulio.
Pretender que, tal y como están las cosas, los valencianos firmen alborozados un documento en el que reconozcan que hablan catalán es una tontería típica de quien no ve más allá de la punta de la nariz. No soy lingüista y no me siento capacitado para delimitar una lengua y otra: sé, claro, que si hablo catalán con un valenciano éste me entiende exactamente igual que le entiendo yo, pero ello no me faculta para etiquetar a uno y a otro y para decidir taxativamente el nombre de lo que habla cada uno.
Además, tal y como pasa en lo del Plan Hidrológico -donde igual escucho técnicos que me dicen pestes de los trasvases como especialistas que escupen al oír hablar de las desaladoras-, conozco informes lingüísticos que avalan tesis enfrentadas. Total, que la decisión, tanto como técnica, es política. Si el Estatuto valenciano dice que los valencianos hablan eso, valenciano, pues habrá que asumirlo, por mucho que les cueste a los baratos imperialistas de ERC o de CiU o de lo que sea. La unidad de la lengua que reivindican los nacionalistas catalanes no viene motivada por un estricto interés cultural, indudablemente conlleva algo más. Resulta desternillante que sean precisamente los miembros de ERC los que hablen de «segregacionismo» cuando se refieren a los valencianos encantados de serlo y no demasiado proclives a que les confundan con los de más arriba.
O sea, los independentistas catalanes pueden descalificar, despreciar, ignorar al resto de los españoles y considerarse permanentemente agraviados por compartir destinos con la pérfida España, pero los valencianos, en cambio, no pueden salirse del guión que les han escrito so pena de convertirse en unos malditos colaboracionistas de la españolidad y unos desagradecidos levantinos que no aprecian la fortuna de ser los hermanos pequeños del pueblo elegido. Valiente cara dura, por no decirlo de otra manera.
No será con declaraciones como las que han protagonizado los Carod, Huguet, Tardá y algún que otro tonto más como se ganarán el aprecio eterno de los «irreductibles» valencianos. Si se quiere normalizar una cercanía cul