Una conclusión dolorosa me aplasta contra el folio en blanco y deja en el aire que me rodea un aroma de decepción particularmente molesto: el presidente Rodríguez es, en realidad, tan superficial como parece. Durante algún tiempo hemos podido vivir en la duda, alternar esperanzas y certezas, pero después de la sesión de anteayer en el Congreso ya no queda resquicio alguno por el que justificar determinadas indigencias intelectuales. Es difuso, ambiguo, etéreo y vulgar. Disponía el tal de una oportunidad única para desdecir los comentarios malintencionados que correteaban alegremente por cenáculos y tertulias, según los cuales disponemos en la cúpula del Ejecutivo de un sujeto con solvencia intelectual poco definida.
Lamentablemente, no lo hizo. Y no lo hizo, con toda probabilidad, porque no pudo, no porque no quisiera: su tibieza argumental para afrontar un asunto de la envergadura del debatido el miércoles evidenció, a las claras, la nadería que se oculta tras el leve barniz que recubre su débil estructura. Y ello es un drama para todos, sean tirios, sean troyanos, sean partidarios del voto al centroderecha, lo sean a la socialdemocracia. Aunque reconozcámosle, al menos, una virtud: es muy difícil estar hablando tres cuartos de hora y no decir absolutamente nada, recorrer las vastas praderas comunes en las que florecen las frases hechas y recolectar, con el empecinamiento de los opositores, manoseados conceptos huecos de contenido alguno.
En la apresurada carrera del miércoles por ser el primero que llega a apoyar el Estatuto catalán, Rodríguez llegó en cabeza y con el entusiasmo de un colegial en busca de la merienda, sin darse cuenta de que aquellos que han presentado el proyecto de estatuto no admitirán a ningún extraño que pretenda enmendarles plana alguna. La «buena intención» que se le supone cuando propone suplir el término «nación» por el eufemismo de «identidad nacional», por ejemplo, no será suficiente para aquellos que anteayer intercambiaban aplausos de «colegas-comprometidos-para-aislar-al-PP-que-son-superfachas-de-la-muerte». ¿Cómo pueden aquellos parlamentarios socialistas de masa cerebral contrastada aplaudir cortésmente la simpleza discursiva que exhibieron los profesionales del victimismo de siempre? ¿Cómo pueden montar el paripé, sin abochornarse, con un sujeto experto en soflamas nauseabundas como Puigcercós? Cuesta entender cómo no reaccionan dignamente ante el disimulo teatral que consiste en decir una cosa, hacerse la foto con la patita llena de harina por debajo de la puerta y esconder la verdadera apuesta que sólo escenifica el bronco diputado republicano. Lo que hay de veras en el ideario que viaja con el estatuto es lo que verbaliza este tabernario representante y no lo que envolvían en beatíficas posturas los adelantados ponentes que el miércoles presentaron en sociedad sus intenciones. Eso lo reconocen en privado cuantos diputados socialistas uno conoce. Sin embargo, ¿por qué extraño mecanismo de corrección política no se atreven a plantearlo en público, a excepción de un par de valientes?
¿Hay que suponer que Alfonso Guerra, sin ir más lejos, o cualquier otro ocupante de la bancada de la izquierda, está más cerca de un energúmeno como Ercoreca, del PNV, que de un discurso demoledoramente democrático y constitucional como el que articuló Mariano Rajoy?
Rodríguez, en suma, pudo dejar claro que tras su frente no habita el desierto, pero optó para su intervención por coger su guitarra, el poncho, la flautita, el perro dormido, los bongos y el borreguito de Norit. Y de esa guisa, manifestó que su empalagosa palabrería esconde muy poco y que todo su esfuerzo se concentra en dar vueltas por los m