Faltan escasos veinte días para que se ejecute una ley repleta de ribetes absurdos consensuada por el Gobierno y la oposición. A partir del primero de enero usted no podrá fumar más que en su casa. Eso en el caso de que su personal de asistencia doméstica, si es que lo tiene, se lo permite. Bien está que en determinados lugares no se fume: la cabecera de la cama de hospital de un enfermo de enfisema pulmonar, por ejemplo, no es el mejor sitio para prenderse un cigarrillo. Si no se fuma en los centros de trabajo se mejora, indudablemente, la atmósfera, vale. También en los cines, sea. Y en los autobuses. Y en el tren. Estoy dispuesto hasta a negociar los estancos. Lo que haga falta con tal de ser pulcro y políticamente correcto: poner cara de espanto cuando alguien prende un cigarro forma parte de la estética cursi y ridícula de nuestro tiempo, pero reparen en algo que nuestros fascistoides representantes políticos han decidido en el Senado, incluidos los tontos del Partido Popular: usted no podrá acceder con sus hijos a un bar en el que haya alguien fumando. Piénsenlo bien. Esa barra prodigiosa a la que usted acude los domingos con su hija de catorce años al objeto de saborear una tapa de boquerones o de jamón quedará, a partir del día 1 de enero, reservada a usted. Exclusivamente. A esa misma hija le pueden administrar, sin usted saberlo, la famosa «píldora del día después». Incluso le pueden proporcionar una guía de sexualidad escrita por cualquier imbécil en la que le aconsejen el roce homosexual o la tórrida promiscuidad de la adolescencia «desinhibida», como ocurrió en Castilla-La Mancha. Cosa que debería decidir usted, no el ministerio de turno. Pero entrar en un bar en el que haya un tipo fumando en la esquina de la barra, ni hablar. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Ese es el signo de nuestro tiempo: una serie de mentecatos estúpidos deciden por nosotros lo mejor para nuestros hijos. En Cataluña, sin ir más lejos, no dejan entrar a los niños en los toros, temiendo que puedan adquirir el virus detestable de la torería o de la españolidad. Lo justifican aduciendo que la violencia estética podría malcriarles. Sin embargo, no se preocupan de que agarren unas cogorzas espantosas cada fin de semana en las calles de cualquier ciudad. A partir del primer día de enero, los guardias vigilarán con mucho fervor represivo que ningún adolescente se encuentre en escenarios fumadores, pero consentirán cínicamente que se concentren en cualquier esquina a machacarse el hígado con ginebra de garrafa administrada por cualquiera de las tiendas de chinos o de españoles que proliferan por todas las esquinas.
La miseria personal que caracteriza a la mayoría de nuestros munícipes les lleva a considerar que son futuros votantes a los que no molestar bajo ningún concepto. Si usted, en función de su soberanía educativa, decide que sus hijos pueden convivir con los humos asumidos de su entorno, sepa que pasará a formar parte de la grey detestable que no vive acorde con el tiempo de corrección política que una serie de merluzos ha dictaminado.
El Estado, representado por unos sandios con carné, le ha sustituido a usted. Y usted a tragar. La misma Nochevieja se vivirá el esperpento de tener que fumar fuera de la sala de celebraciones a partir de las uvas. Y eso que me decía Rajoy que, al final, el sentido común se iría imponiendo en casos como ése. No sé qué entiende por sentido común, pero de lo votado por la panda de inútiles de sus senadores se desprende todo lo contrario. ¿Será verdad que son todos iguales? Prepárense los obesos, por cierto, que son los próximos.
Y conste, por cierto, que esto lo escribe uno que hace veinte años que dejó de fumar.