Quiero recordar que hará unos meses hube de visitar la ciudad de Cali, en Colombia, por un aquél que no viene al caso. Tras una noche breve --más por los horarios de vuelo que por mi apetito callejero-- desperté tempranamente y, como suelo hacer allá donde voy, prendí el aparato de radio que me acompaña con regularidad desusada desde que empecé a dar vueltas por el mundo. Un informativo de excelente factura daba cuenta de los aconteceres del día y jerarquizaba la información, como es lógico, dando mayor importancia a los primeros asuntos y dejando para el final los más intrascendentes.
Tras escuchar una batería de titulares en la que se pasaba de Bush a Chávez, del fútbol a la guerrilla y del estado del tiempo a la inflación argentina, el locutor añadió el titular número quince que venía a decir, secamente: “En el día de ayer, dieciocho muertos por actos violentos en la ciudad de Cali”. De haberme afeitado con cuchilla tradicional, a buen seguro que me hubiese llevado media piel de mi cuarteado rostro: para los informativos caleños una noticia como esa formaba parte del furgón de cola de la actualidad. Dicho de otra manera: dieciocho muertos por pendencias comunes era lo habitual en una ciudad puntera de la apasionante y bella Colombia y la frecuencia con la que se repetía el dato hacía que esa noticia anduviera entre las que dan cuenta del sorteo de lotería o el estado del tráfico. Inmediatamente comparé lo que una información así supondría en una radio española en el caso de ocurrir en una ciudad, pongamos, como Valencia: podría costarle el puesto a un Ministro del Interior y sería tema de conversación y análisis durante meses.
Pues bien, después de asistir al parte de bajas y destrozos ocurridos en la pasada nochevieja en ciudades como Madrid, Sevilla o Lérida, percibo con pavor que tal vez no estemos tan lejos. El recuento de muertos y heridos tras la baratija festiva de la última noche del año lleva a creer que estamos en el camino de asumir como normal que a un individuo le descerrajen un tiro cuando este se asomaba a su balcón a tomar el aire o que a una madre la acuchillen en plena calle en presencia de su hija de siete años. Ya hemos asumido que a lo largo de esta noche de borrachera se destroce el mobiliario urbano de ciudades como Sevilla, en la que cientos de gamberros rompen las botellas de cava contra el suelo de la Plaza Nueva porque “da buena suerte” o en la que un par de apuñalamientos resuelven sendos encontronazos. Ya hemos asumido que los conductores ebrios de pastillas y alcohol barato arrasen barriadas enteras, o que “jovenes radicales” –que es como se llama a los fachas independentistas— revienten la cabeza de unos cuantos policías, o que niñatos de mierda quemen los contenedores de un par de calles o que varios grupos de voluntariosos pirómanos revienten la ciudad con los mismos petardos con los que se revientan las manos.
Todo eso es ya normal, entra dentro de la crónica esperada de una noche absurda. La lectura de la prensa del día dos de enero nos acerca a la realidad de una celebración estúpidamente desmadrada y tomada como licencia para soltar al animal que tantísima gente lleva dentro.
Si la autoridad no toma medidas --que por ahora no muestra tener demasiadas ganas de hacerlo--, no habrán de pasar muchos años antes de que un viajero ocasional prenda una radio y escuche sorprendido el titular número quince de un informativo madrugador que dice que la noche de fin de año se ha saldado con un número determinado de víctimas mortales y con equis cientos de destrozos urbanos en buena parte de las ciudades españolas. Y, como siempre, ya será tarde.