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20 de diciembre de 2013

El recibo y la competitividad


La dependencia energética española, la burbuja de las energías renovables y el déficit acumulado explican el tarifazo

EL endemoniado proceso mediante el cual se fija el precio del recibo de la electricidad en España («el recibo de la luz») puede dispararse, de nuevo, de forma vertiginosa a tenor de lo sucedido ayer en la subasta eléctrica trimestral. Si no resulta invalidado por el gobierno al sospechar éste que no se han dado las elementales medidas de competencia, la factura volverá ascender en torno al 10% o más. La subida viene a añadirse a las sucesivas alzas que ha experimentado el recibo desde que empezó a engrosarse el célebre déficit de tarifa. Es una gota muy parecida a otras anteriores, con este y el anterior gobierno, pero sí parece ser la gota definitiva, la que colma el vaso, la que pone fuera de juego a unos y otros. La dependencia energética española, la burbuja de las energías renovables y el déficit acumulado (a la espera de saber si también un tejemaneje indebido por parte de las eléctricas en la subasta en la que se compran unos a otros las energías) explican el tarifazo. Y pone a un gobierno contra las cuerdas de la indignación popular. Sabido es que el recibo de la luz tiene una lectura social que lo hace especialmente sensible, mucho más que el de los hidrocarburos o el del gas. Efectivamente, puede subir la gasolina, creando sensación de cabreo, pero no motivando la inquietud de la subida eléctrica. La luz es lo último que deja de pagar el que está agobiado o no llega a fin de mes: sin luz no puede leer, ver televisión, cargar el móvil o mantener frescos sus alimentos. Si con las tasas actuales un millón y pico de hogares han visto desconectado su suministro después de tres meses de impago ¿cuántos pueden aumentar esa larga lista con las nuevas tarifas?. Demasiado para un gobierno.

Pero hay un problema añadido al de las familias y no precisamente menor, lo que obliga al Ejecutivo a mover alguna ficha: la competitividad. Las empresas españolas han hecho un extraordinario esfuerzo para hacer más competitivas sus estructuras reduciendo costes salariales, ajustando plantillas y ajustando también beneficios. Gracias a ello han podido pelear en mercados exteriores y aliviar un tanto los indicadores económicos españoles. Un alza del once por ciento compromete todo ese esfuerzo por cuanto puede amortiguar el beneficio obtenido. Si se sube esa cantidad a una industria automovilística, por ejemplo, puede dejar en pañales su despegue y hacer inútil la pelea anterior. Lo mismo con otros sectores altamente dependientes de la electricidad. No es el mejor momento para que eso ocurra.

El precio ha experimentado una subida superior al sesenta por ciento en estos últimos ejercicios y aún así las eléctricas aseguran que pierden dinero y que el déficit continúa aumentando. Eso, no nos engañemos, lo tendremos que pagar usted y yo, bien como consumidores, bien como contribuyentes. Lo segundo reparte la carga entre las rentas más pudientes, pero el gobierno no quiere oír hablar de ceder en la pelea por el déficit. La alternativa es un levantamiento de la opinión pública ante lo que considera un atraco, pasmada como está ante las constantes subidas de estos años. La luz, en España, intensamente regulada por el poder público, se ha convertido en un tigre incabalgable, en un rompecabezas irresoluble: ni siquiera el bocado a las renovables sirve para amansar las subidas. El Gobierno puede agachar la cabeza y esperar a que pase la furiosa reacción de consumidores y empresas, pero es demasiado riesgo para quien respiraba aliviado por modestas perspectivas de crecimiento para el futuro inmediato. La obligación de velar por el equilibrio social le va a obligar a tomar medidas que puede que no estén en su ideario pero que, a día de hoy, parecen inevitables.

 


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