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22 de junio de 2018

Fuese Rajoy


La marcha de Rajoy ha sido insospechadamente natural en un país en el que esa naturalidad parece extraterrestre

Y no hubo nada. O sí. O no. Depende. Hubo lo que hubo: le despacharon del poder y entendió que su ciclo había acabado. Y entendió también que a partir de los sesenta hay vida en otros ámbitos, y amigos que recuperar, y lugares a los que volver, y trabajos que retomar; sobre todo si antes has tenido algún tipo de trabajo que te permita ganarte holgadamente la vida sin tener que recurrir a mamandurrias diversas. Cosa que no pueden decir todos.

Rajoy, siendo joven, se licenció en Derecho y optó por un camino que recorren varios jóvenes, con diversa suerte, y que consiste en opositar: debes estudiar el equivalente a una segunda carrera en los mejores años de tu vida, sacrificarte hasta lo indecible y tratar de ser mejor que otros que concursan por la misma plaza que tú. Rajoy lo consiguió y obtuvo su famosa plaza de registrador de la propiedad, que es una cosa que nunca he acabado de entender en qué consiste ni por qué hay que pagarlo, pero que está ahí y su obtención es tan concurrida como Notarías o Abogacía del Estado. Anduvo poco tiempo en el despacho: al poco, quizá con 26, ya era parlamentario autonómico, y después de ahí sucediose un largo recorrido de cargos y cargas que desembocó en la Presidencia del Gobierno de España, desempeño que le ha llevado unos siete años endemoniados en los que puede sentirse satisfecho de haber dejado el país mejor de como lo encontró. Después de sortear los años más difíciles de la historia reciente de España –la crisis que comenzó en 2008 también forma parte de ese periodo, pero la alacena estaba llena y se dilapidó toda reserva posible–, se enfrentó con suerte diversa al desafío más demoledor de la integridad nacional que España ha vivido en su menester. Después de evitar el rescate de España, hubo de ver cómo se embestía al Estado más antiguo de Europa desde uno de sus territorios privilegiados y cómo se organizaba un aquelarre violento y separatista tendente a proclamar una república independiente en un territorio en el que ni siquiera la mayoría de su población lo quería. Toreó como pudo y supo: seguramente se pudo hacer mejor, pero hizo lo que cualquier mandatario europeo hubiera hecho; aplicó la legislación y propició, soportando todos los aspavientos inevitables, la vuelta a la legalidad.

Una vez descabalgado de la Presidencia, Rajoy podía haberse convertido en un exquisito jarrón chino, en un diseñador del futuro de su partido, en un miembro del Consejo de Estado o en un conferenciante disputado en diversos foros. Pero ha optado por convertirse en un señor de Alicante, un paseante matutino por la fachada marítima de la ciudad y un burócrata estupendo de una localidad costera en la que se venden y se compran propiedades. Se despidió con elegancia, dejó el toro en suerte a quien le hizo el quite, y renunció a pompas y oropeles: hoy puede estar satisfecho de haber sido el único que se ha marchado sin dejar medio pie descolgado atrás. No crean que sus adversarios se lo han reconocido: no le ha llamado Sánchez, ni Rivera, ni los sibilinos del PNV. Ni siquiera testas coronadas. Solo le ha telefoneado Pablo Iglesias para testimoniarle su admiración por la elegancia de la retirada, cosa que ha agradecido. No tiene demasiado interés por influir en el futuro de su partido y solo quiere organizar su trabajo de lunes a viernes en su despacho y disfrutar de su familia –esa cosa tan burguesa– todos los fines de semana.

La marcha de Rajoy ha sido asombrosa, difícilmente homologable con otros ejemplos europeos e insospechadamente natural en un país en el que esa naturalidad parece extraterrestre. Vaya usted a saber si algún día se lo reconocerán, pero de momento se lleva el oropel de haberse comportado como un ser inopinadamente normal.

 


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