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7 de diciembre de 2018

Memoria de Miguel Primo de Rivera


Una pieza imprescindible en la democracia que ahora disfrutamos

SE conmemoró la Constitución. ¿Alguien pensaba que no iba a producirse tal celebración? Después de cuarenta años en los que los españoles nos hemos dedicado a prosperar desde la discrepancia, la diferencia de criterio o el enfrentamiento en distintos valores, ¿cómo no vamos a celebrar que a lo largo de este tiempo hemos creado espacios de entendimiento que nos han permitido crecer de forma insospechada? El 78 es el gran año de España. Como también lo fue el 75, el 76 y el 77.

Hace apenas una semana ha fallecido Miguel Primo de Rivera y Urquijo, nieto del Marqués de Estella y sobrino de José Antonio, ese del que, como decía Calvo Sotelo, el presidente, «es políticamente incorrecto hablar». Miguel Primo de Rivera, fallecido casi en silencio, fue una pieza imprescindible en la democracia que ahora disfrutamos y a la que ahora bombardean algunos mamarrachos vestidos de chusma populista. Miguel era contemporáneo del Rey Juan Carlos, con el que compartía una muy cercana amistad propia de los adolescentes que andaban de escapadas y aventuras, y el Monarca confió en él no pocos trabajos imprescindibles que han permitido llegar a nuestros tiempos con las suficientes garantías institucionales como para que este sistema sea, no sé si impecable, pero sí bastante envidiable.

Primo de Rivera fue alcalde de Jerez y, sin embargo, no fue jefe local del Movimiento, cosa a la que renunció ante la presencia del mismo Franco. Ejerció su trabajo con un desempeño ejemplar, práctico y efectivo. Y siempre señorial, cosa que se les supone a los jerezanos pero que hemos tenido ocasión de saber que no atañe a todos: a don Miguel, como a Pedro Pacheco o a Álvaro Domecq, no se le hubiese ocurrido llamar asesino a Pemán –como le llamó una miserable concejal de Izquierda Unida de nombre Ana Fernández de Nosequé–, ni le hubiera retirado su busto del Teatro Villamarta como hizo Mamen Sánchez, que sigue siendo alcaldesa de Jerez, dedos aparte.

A lo largo de la Transición de la que ahora abjuran no pocos individuos de piojera intelectual, Primo de Rivera laboró discretamente para que todo pudiera surgir como Don Juan Carlos tenía en la cabeza. El Rey, que sabía mucho antes de que Franco le nombrara sucesor que el Régimen habría de progresar hacia una auténtica democracia, hubo de encargar trabajos diversos. Y Miguel, además de ser su amigo, era cómplice de sus planes, entre otras cosas porque era miembro del Consejo del Reino, donde se maceraban los nombres de los candidatos a presidente del Gobierno. Cuando Juan Carlos logró desembarazarse de Arias Navarro le confió a Torcuato Fernández-Miranda el difícil encargo de introducir en la terna el nombre de Adolfo Suárez. De no haber sido por la presencia de Primo de Rivera, que pastoreó con gran habilidad al resto de consejeros, Suárez difícilmente hubiera sido uno de los tres nombres. Era, en principio, el candidato de relleno, pero permitía decir a Torcuato aquello de «estoy en condiciones de darle al Rey lo que el Rey me ha pedido». Tras esa labor, hubo de proceder a la Ley de Reforma Política, y en ese desempeño Primo de Rivera fue fundamental: sus intervenciones en el pleno de las Cortes para inducir a que una mayoría votase afirmativamente el famoso «harakiri» mediante el cual se dio paso a las primeras elecciones del 77 permitieron respirar a los reformistas y a aquellos que diseñaron la España que ha desembocado en la democracia que conocemos.

Sus últimos años estuvieron marcados por la discreción y la elegancia, dos de las condiciones que le caracterizaban. Extraordinario señor, elegante y prudente, Primo de Rivera puede exhibir, cosa que no hizo en vida, un extraordinario currículum al servicio de la democracia y de España, el nombre que, por cierto, ha llevado siempre su familia en los labios.

 


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