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2 de febrero de 2018

Secuencia de un derrumbe


El proceso ha muerto. A manos del periodismo

EN periodismo no siempre quien la sigue la consigue, pero es muy improbable que quien no la siga consiga alguna pieza. La historia de muchas exclusivas es la historia de la paciencia, del aburrimiento, de la insistencia, de las horas acumuladas esperando la prueba documental que certifique nuestro esfuerzo. La historia del periodismo está llena de fracasos en la espera y aciertos en la precipitación, pero la mayoría de las veces el embrujo se produce al revés. Los cámaras que trabajan para mi querida Ana Rosa llevaban tres meses en Bruselas yendo detrás de Puigdemont así fuera a comer, a dormir o a orinar. Como era previsible, se desplazaron a Lovaina para registrar sus supuesta intervención horas después de la negativa del presidente del parlamento catalán a proceder a su investidura. No acudió, pero sí lo hizo el consejero que le queda más a mano en el bosque de la ausencia: Toni Comín. Filmaron el acto desde las espaldas y marcharon al hotel. Ya de noche, al parecer, repasaron las imágenes y se dieron cuenta de que el exconsejero de Sanidad repasaba mensajes telefónicos que, una vez acercada la imagen, mostraban mensajes de un tal Carles en los que decía lo que hoy conoce toda España. Es en ese momento cuando se aperciben del material que tienen entre manos. Lo ponen en conocimiento del programa para el que trabajan y de la cadena que lo alberga. Realmente, a pesar de la textualidad de los mensajes, solo figuraba el nombre de Carles como remitente, lo cual no significaba necesariamente que fueran originarios de Puigdemont. Podían ser de cualquiera que se llamara así. La cadena estableció los protocolos necesarios para confirmar que ese teléfono pertenecía a Puigdemont y, una vez confirmado, lo lanzó al aire, con lo cual se curó en salud y trabajó con pies de plomo. Ana Rosa tenía un scoop que ya quisiéramos los demás: nada menos que el niño bonito del independentismo reconociendo que La Moncloa había triunfado y que ellos habían naufragado en el más absoluto de los ridículos. A partir de ahí caben todas las interpretaciones que queramos dar al hecho de visualizar los pensamientos en privado del pretendiente a la Generalidad a distancia: traición de ERC, descuido del más tonto del baile o maniobra de autoafirmación del Hombre Elegido Por El Destino. Los periodistas hubieron de salir pitando de Bélgica antes de que el abogado de los afectados interpusiera una querella, lo cual habría significado quedarse en la muy entretenida Bruselas hasta que se resolviera el caso (al poco de la confirmación estaban ya en la frontera francesa).

Podemos aventurar cualquier escenario conspirativo: Comín, que no es precisamente el más listo del grupo, tuvo un descuido; Comín formó parte de un complot para descabalgar a Puigdemont; Puigdemont diseñó un lamento en varios actos con tal de ganarse de forma victimista el arrobo de sus seguidores. Da igual. Lo importante debe ser desligado de lo interesante: es interesante saber por qué los mensajes se acumulan sin una respuesta del receptor, siquiera un «tranquilo, todo se arreglará», pero lo importante es lo que dicen unos mensajes que clarifican lo que a todas luces ha sido una monumental estafa. Será interesante saber si los movilizados peones del independentismo se dejarán seguir tomando el pelo, pero nadie les quita la demostración palmaria de que acaba de derrumbarse la colosal chapuza en la que han creído a pies juntillas y que ha acabado a manos de la inusitada capacidad de autodestrucción del independentismo catalán.

Es evidente que sigue habiendo un nutrido grupo de setenta diputados independentistas en el parlamento, pero a la mayoría de ellos les interesa dedicarse al gobierno de las cosas y al reparto del suculento presupuesto catalán. El proceso ha muerto. A manos del periodismo.

 


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