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20 de octubre de 2017

Cartas iban y venían...


El inexplorado 155, tantas veces reclamado, plantea dudas, pero es el único camino dejado a la Administración

CARTAS entre Barcelona y Madrid. La copla, en realidad por sevillanas, hablaba de las cartas que viajaban entre Londres y Madrid en las que Alfonso XIII y Victoria Eugenia (que bien parecía) se declaraban su amor y preparaban la boda en la capital de aquel endemoniado país del que ella, con los años, salió sacudiéndose hasta el polvo de las zapatillas. Las que viajan entre la Corte y el Principado son menos versallescas y amorosas, son técnicas, administrativas y admonitorias. Una para allá preguntado sobre la decisión tomada, otra de vuelta haciéndose el longuis, otra para allá advirtiendo de la toma de decisiones, otra para el centro avisando de que si persiste la represión se harán independientes de verdad... y así.

La última carta, librada por Puigdemont y dirigida al Gobierno, es particularmente intolerable, descrito sea en el ámbito absolutamente irritante de la jerga independentista. Dice Puigdemont: si mantienen sus posiciones, el Parlament podría votar la independencia de Cataluña. Contesta el Gobierno sin dirigirle personalmente la carta: el sábado se elevará al Senado el paquete de medidas tendentes a restablecer la legalidad en el autogobierno de Cataluña, aprovechando el viaje para agradecer a sus compañeros de viaje no haberle dejado solo en la estacada.

Se entiende que ya no hay más misivas. La próxima es ya un oficio administrativo por el que se comunica la decisión de asumir la administración de determinadas cosas, seguramente no muchas, y la de retirar de la circulación política a gente como la que ha llevado a Cataluña a esa situación irresponsablemente irracional. El inexplorado 155, tantas veces reclamado por sectores políticos y sociales desesperados por la contención del Gobierno central a lo largo de este tiempo, plantea dudas, pero es el único camino dejado a la Administración para encauzar debidamente una situación en la que conviven, de forma ilegítima, un par de legislaciones parelelas, con el consiguiente despiste y sensación de inseguridad jurídica que eso crea, entre otros, a los empresarios y a muchos de sus trabajadores. Los notarios van con la lengua fuera dando cuerpo a la rematriculación de empresas fuera de la Arcadia Feliz, sean administraciones de lotería o sean aseguradoras de renombre. La gente se va porque no está segura bajo el paraguas de estos chalados y, al tenerle cierto aprecio a su negocio, sienten la indisimulada necesidad de conservarlo.

Hasta la Seat se lo está pensando, tal y como reconoce el jefe de Volkswagen, y esa no es una marcha de las que se puedan despreciar a minusvalorar como hacen los Junqueras y compañía. La Seat fue el gran regalo que el franquismo hizo a Cataluña: instalar en aquel territorio la factoría que habría de fabricar todos los coches en los que anduvimos los españoles durante décadas, supuso convertir a Cataluña, obvio es decirlo, en un foco industrial en el que proliferaron empresas auxiliares del automóvil por doquier, de la misma forma que instalar la Petroquímica en Tarragona dotó de no pocos recursos el noreste español. Tantos años después puede desplazarse (hasta con sus trabajadores) uno de los motores de aquel prodigioso arranque. Cosas veredes.

Pero las cartas ya se acabaron, como iba diciendo, y se acabaron las bromas, si es que alguna vez las hubo. Si este pájaro de cabeza frondosa (para envidia de muchos) reconoce que puede reactivar la independencia es porque alguna vez la proclamó, con lo que es inevitable intervenir. El Estado tendrá que hacerse presente con nombres y apellidos, en forma de delegado o de ministro, y mientras tanto, los catalanes de una y otra filiación habrán de sortear la cera de las aceras y hacerse a la idea de que su sociedad sigue secuestrada por una idea arcaica que les va a costar lo peor que se le puede tocar a un buen catalán: «El patrimoni».

 


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