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19 de enero de 2018

Este país será siempre nuestro


Graben esta frase en su memoria. Es toda una proclama de intenciones

NO hay nada más cándido que un español constitucionalista. Nada más bizcochable. Viene un independentista, pone cara de contrición, apela a un impostado pragmatismo y a un disimulo falsamente cándido, como si lamentara con la boca pequeña el alcance de sus prácticas e, inmediatamente, todo bicho viviente se pone a palmear como un comulgante cursi y a celebrar «que todos nos podamos entender cada uno con nuestras ideas» y así. El catalanismo está redactado por cursis, sí, pero el constitucionalismo bobo está formado por cursis de raíz, de manual para la posteridad, de política correcta, de bondad idiota y cándida. Me recuerda aquel tiempo en el que los políticos de los ochenta se pasaban el día diciéndoles a los canallas de Herri Batasuna que les estaban esperando ansiosos en las instituciones para que debatiesen sus propuestas democráticamente: «Que vengan, aquí estamos deseando verles con los brazos abiertos». Fue Felipe González el que puso pie en pared, quiero recordar, y dijo que no podíamos estar esperando a que dejasen de matar cuando ellos quisieran, sabiendo que desde este lado íbamos a estar encantados de recibirles. Pareciera que la misión de los demócratas fuera ponerles alfombra roja para que entraran en la democracia por la puerta grande. Felizmente se les puso fuera de circulación (el Estado y la democracia le debe mucho al juez Baltasar Garzón) y la historia cambió.

Ha bastado que en el Parlamento catalán aparezca un presidente con discurso melifluo para que todos celebren un supuesto cambio de tono que venga a llenar la esperanza de los políticamente correctos. Un tal Torrent, de trayectoria perfectamente descriptible, elabora un discurso pretendidamente moderado, algo más realista, y se sueltan las campanas creyendo que estamos ante un nuevo pulso que anuncia tiempos de entendimiento y pragmatismo. Minutos antes de que este alcalde que multó a un individuo por colocar la bandera de España en la fachada del Ayuntamiento de su pueblo, habló el Maragall de más edad con un escalofriante discurso: «Esta país será siempre nuestro». Ningún bienintencionado traductor de discursiva política ha querido detenerse en esa frase, cuando es toda una declaración de intenciones: podréis tener más votos, podréis ser de aquí o de allá, podréis sentiros una cosa o la contraria, pero la finca y el negocio son nuestros, de los nacionalistas, de los independentistas, de los que somos dueños de la finca, de los que administramos la pertenencia o no a la nómina de catalanes de verdad. Perded toda esperanza de consideraros como nosotros. Seréis, como dijo el facineroso Arzallus a quien la historia tenga en su inodoro, como alemanes en Mallorca. El exabrupto de Maragall ha quedado tamizado por las afirmaciones estratégicamente camufladas de Torrent, que no quiere meterse en líos –de momento– y que juega a regalar caramelos a los buenistas profesionales que conforman el parque móvil de la opinión pública políticamente correcta. La misma Nuria de Gispert, carne de la peor gentuza política que jamás haya poblado el territorio catalán, la que advirtió a Inés Arrimadas que debía volverse a Cádiz (siendo ella de Jerez, lo cual es una diferencia notable para gaditanos y jerezanos), ha dicho claramente que la vencedora de las elecciones fue reina por una noche y nada más, debiendo orillar cualquier esperanza, ya que los independentistas jamás se van a arriesgar a perder poder y a perder negocio. El que ideó Pujol. ¿Nadie va a poner reparos a ello?

El constitucionalismo español lleva años creyéndose que el independentismo catalán es conllevable. Y unas veces porque los precisan para gobernar y otras porque creen que quedan bien en la foto haciéndose el demócrata exquisito, se entregan espacios de ventaja estratégica de la manera más estúpida. «Este país será siempre nuestro»: graben a fuego esta frase en su memoria. Es toda una proclama de intenciones.

 


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