El Rey ha vuelto a ser, como el 3 de Octubre, un banderín de enganche y una ventana abierta en habitaciones recalentadas
SIENTO la monserga, pero escribo lo que sigue por aplacar el avance inexpugnable del pesimismo, ese tan español, tan fatalista, tan inevitable al parecer. Agárrense a la intervención del Rey en Davos: europeísta, sereno, moderno, oportuno, brindó una lección de la que todos deberían tomar nota. Ejerció su principal papel, además de desarrollar el deber de equilibrio que le confiere la Constitución: fue un extraordinario embajador. Cualquiera que viera a Felipe VI desarrollar un discurso compacto –homologable con lo mejor del Continente– y lo quiera comparar con las astracanadas del Payés Errante –como lo llama Sostres–, verá que el contraste es inevitablemente cruel. No habrá observador internacional que tenga la más mínima duda de con quien quedarse, con qué argumento y con qué exposición.
El Rey ha vuelto a ser, como el 3 de Octubre o el día de los premios Princesa de Asturias, un banderín de enganche y una ventana abierta en habitaciones peligrosamente recalentadas. El temor, por otra parte, a que este cansino asunto se alargue en el tiempo cuenta con argumentos para su disolvencia y su desvanecimiento. El Gobierno presentó ayer los pasos a dar para impugnar la candidatura de Puigdemont, lo cual es una manera de anticiparse a cualquier tentación de nombramiento como presidente de lo que sea. La forma en la que han reaccionado los sediciosos demuestra que la iniciativa no va mal encaminada. Por demás, el escenario tiene dos caminos de salida: investir a distancia o hacerlo presencialmente. Lo primero, bien telemáticamente o mediante delegación de voto, está lastrado por los escritos de los letrados y los recursos debidos. Lo segundo no va a ser fácil con todos los controles de Interior, y aunque no imposible, resulta un esfuerzo inútil que sólo podría rentar, en el peor de los casos, alguna fotografía incómoda pero tan olvidable como impactante pueda ser. Se ponga como se ponga, Puigdemont no será presidente de nada.
Quedan, por tanto, dos posibilidades: convocar elecciones o nombrar un candidato alternativo. Desconfíe de lo primero. Los independentistas mayoritarios en la Cámara saben que su mayoría es notablemente endeble: igual que usted está harto o harta, la ciudadanía, incluida la más fanática, sabe que Cataluña no va a ser independiente. Sabe que la empresas se siguen yendo, los turistas dejan de venir y a los inversores no se les ve el pelo. Muchas criaturas viven del pesebre público y bajo ningún concepto quieren arriesgar el generoso maná con el que son regados. Riesgos los justos. Por más que el victimismo les resulte muy rentable y cada rasgar de vestiduras parezca una ceremonia colectiva de tribus salvajes convocando la lluvia, añoran secretamente una cierta normalidad que les permita seguir manejando la mamandurria. Ello solo será posible con un candidato distinto y libre de cargas judiciales. Ni siquiera Junqueras, fíjense. ¿Eso cuándo pasará? Pues a punto de sonar el pitido final, supongo. ¿Y esa persona quién será? Probablemente un Pujol. Pero no se altere, ningún miembro del clan maldito: puede ser Eduard Pujol, antiguo director de RAC1 y hábil conocedor de los trucos de maquillaje necesarios para desenvolverse en esa pequeña batalla. Puede también ser Artadi, pero me inclino por el anterior.
Créame si le digo que estoy deseando dejar de escribir artículos sobre esto; tanto como usted dejar de leerlos, cosa que agradezco no haga. Hay tanto cansancio que no habrá más remedio que buscar una solución siempre acorde con la ley. Ese pesimismo que viene de la mano del hartazgo tiene también argumentos para ser rebatido. La intervención del Rey es uno de ellos. La necesidad de seguir caminando, aunque no se sepa bien hacia donde, es el segundo.