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14 de junio de 2013

Monserga catalana


Todo es posible en esa mediocre Cataluña preñada de oportunistas y vocingleros baratos

SER catalán es estupendo, pero trabajosísimo. Has de pasar el día sorteando obstáculos: los propios de la vida cotidiana y los que te ofrece el inquieto sino de la catalanidad. Qué somos, de dónde venimos, adónde vamos. El nacionalismo omnipresente ha ido diseñando día a día el perfil del catalán correcto, el decálogo ineludible de todo buen ciudadano, y ha establecido, asimismo, las penalidades que supone apartarse de la verdad establecida. Así, el buen catalán debe tener un criterio unitario acerca de cuestiones históricas de dudosa interpretación y debe aprenderse al dedillo el rosario de afrentas históricas que han condicionado su devenir. Educados convenientemente en las escuelas, las nuevas generaciones de catalanes no dudan de que 1714 fue un año de rebeliones sofocadas por el poder represor español y de que el resto de años hasta nuestros días no ha sido más que una permanente afrenta en la que la perversa centralidad peninsular ha ahogado y reprimido –mediante la fuerza y la sangre– la libertad de los ciudadanos del principado. Así todos los días. Qué cansancio.

Tras no pocas extravagancias políticas y sociales, tras no pocos millones de euros malgastados en chiquilladas, el inmaduro presidente de la Generalitat ha salido a los medios con el gesto contrito a manifestar una impotencia: lo de la consulta independentista no es tan urgente ni tan imprescindible. Después de consumir meses enteros de la vida política catalana hablando sólo y exclusivamente del derecho de los catalanes a transformarse en Pueblo Elegido, el inconsistente de Artur Mas ha reaparecido asegurándole a su electorado que lo principal no es votar sobre lo que no se puede ser, sino administrar de la mejor manera los bienes comunes al objeto de garantizar una vida mejor a los ciudadanos que viven bajo su amparo. Ya no es imprescindible votar a lo largo de esta legislatura. Ya no es taxativo lo que diga la mayoría, por exigua que sea. Ya no es prioritario conocer el estado de opinión de los seis o siete millones de criaturas que viven en Cataluña. Hasta los medios informativos catalanes, tan dados a la entrega ciega por la causa, se lo están pensando. Seguramente mienten todos, pero los mismos que han llenado páginas y páginas de periódicos y horas y horas de radio a pontificar sobre la tierra prometida, a asegurar que el paraíso estaba a la vuelta de la esquina, a denostar a aquellos que desconfiaban de tanta felicidad programada en virtud de la soberanía futura, están recogiendo las velas y dando a entender que la cosa no está tan clara, que no se puede establecer relación directa entre independencia y felicidad y que la libertad no suele coincidir con aquellos lugares donde se encuentran los patriotas exaltados.

Mas ha aparecido vestido de esa impotencia que muestran los ilusos que se aperciben que el sol no es escalable. Lo único que ha conseguido es alimentar a sus temporales socios de ERC, esos primates ideológicos que se frotan las manos gracias a la habitual tontuna de la derecha catalana: las encuestas señalan –con toda la prevención que exige una encuesta hecha en Cataluña– que el «sorpaso» se produciría de mediar elecciones en este momento. Demasiado para las familias del poder, ese acopio de incompetentes que ha alimentado editoriales conjuntas de periódicos subvencionados y manifestaciones organizadas por ellos mismos que han acabado por condicionar al mismo poder y llevarlo a su rotundo fracaso. Todo es posible en esa mediocre Cataluña preñada de oportunistas y vocingleros baratos, repleta de publicistas de la ira y de corruptos gestores del despilfarro.

Todo el esfuerzo de estos meses baldíos se queda en poco. En un «ya veremos». En un «vamos a ocuparnos de seguir comiendo». Todos aquellos a los que han linchado por mantener lo absurdo del devenir de tanta monserga deben estar perplejos. Ni siquiera ellos podían haber calculado tan repentino encogimiento.

 


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