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17 de mayo de 2013

Eurovisión


 

MAÑANA sábado se disputa en Malmoe una nueva edición del Festival de Eurovisión. ABC ha ido recordando en su edición digital alguno de los momentos más llamativos de las participaciones españolas, de cuando participar en Eurovisión era un hito destacado en la carrera de cualquiera. Hoy en día te ven infinitamente más cantidad de espectadores que entonces, pero curiosamente la repercusión no es la misma. Cuando hablo de aquél entonces vengo a referirme al festival previo a que el grupo ABBA lo cambiase, lo transformase en una apuesta por música menos melódica, más de los tiempos que se acercaban. Hoy, el festival, parece un programa cualquiera de verano en el que se escucha la misma canción durante dos o tres horas y en el que cada televisión organizadora busca la realización más epatante posible, con muchas cámaras al hombro, en suspensión, en grúas, mucho ventilador y toda la luz posible en modo de cañón móvil. Muy espectacular todo pero poco transmisor. Es, incluso, muy difícil distinguir la canción ganadora de un año a otro, todos los programas parecen el mismo y si se repitiese alguno por equivocación no nos daríamos cuenta ni la mitad de los espectadores.

 

Pero tiene su interés. Aderezado por el cálculo interesado de las votaciones de los jurados, los cuales son más previsibles que el final de Titanic. Los nuestros, merced a algún despiste organizativo, evitaron una victoria de la representante española Betty Missiego al votar a la canción israelí cuando eran los últimos en proclamar voto. La gran Betty pasó a formar parte del distinguido grupo de «números dos» obtenido por RTVE en el festival –en el festival no participa España, participa RTVE–, a saber: Karina, Anabel Conde, Mocedades y ella. Pocos se acuerdan de Anabel, que de haber ganado, todos los años sería invitada a los programas que reúnen a Massiel y Salomé, las dos vencedoras patrias. Hogaño, las votaciones de países de honda relación cultural y política potencian la victoria de canciones naturalmente no llamadas a la gloria musical, siempre discotequeras cantadas en inglés. Pocos artistas cantan aún en su idioma, siendo los nuestros uno de ellos. E Italia otro, el país que ha enviado la más bella canción jamás escuchada en un certamen de estas características: Il Giorni DellArcobaleno, defendida por Nicola DiBari.

 

Eurovisión tiene cinco países, digamos, intocables. Francia, Reino Unido, Alemania, España y, recientemente, Italia, pueden enviar la basura que quieran al Festival que no van a ser eliminadas de futuras ediciones por haber quedado entre la últimas. Son las que más pasta aportan y no se trata de tocarles las narices. Piensen que organizar un certamen es costoso, muy costoso, pero compensa la repercusión propagandística que tienen dos o tres horas a través de la televisión del mundo entero. Es una ocasión única para mostrar las bondades de tu país; caso menos necesario en el de Italia, por ejemplo, que todo el mundo conoce, pero muy interesante si tu corralito es Estonia.

 

Hoy no es debate en las calles de España quién representa a RTVE en Eurovisión. Años ha sí era así. Pero a pesar de eso el Festival ha ido sobreviviendo y generando importantes audiencias televisivas. Ese es su mérito: saber cambiar y evolucionar para garantizar su supervivencia. Otros festivales sucumbieron a la falta presupuestaria, al anquilosamiento, a la no evolución. El de la OTI, una de las citas más surrealistas que tenía anualmente la televisión –en mi círculo era un día de culto, de cita inevitable–, desapareció en el año 2000. Nos quedamos sin el edema permanente del verbo hispanoamericano y bien que lo sentí: tengo en mi haber profesional haber transmitido en dos ocasiones el festival y aún no salgo de mi asombro ante tanta belleza decadente. El de Eurovisión es Europa: más perfecta, más aburrida, más correcta. Técnicamente el despiporre, pasionalmente algo funcionarial.

 


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