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18 de octubre de 2019

Cuando no hay amparo


¿Dónde están los políticos?, se preguntan algunos. ¿Dónde están los que deben gestionar la salida a esta absurda locura?

Los catalanes tienen serios problemas; los suficientes como para estar preocupados. Una turba hiperventilada que considera que la calle es suya y a la que desde los poderes locales se le ha hecho creer que es así, goza de una libertad de movimientos absolutamente inaudita. Cierto es que, en esta ocasión, los policías autonómicos están echando el resto, cosa que no hicieron dos años atrás, pero ello no impide que se quemen vehículos, se prendan fuegos, se corten carreteras o se saboteen infraestructuras, todo ello ante la mirada complaciente de quienes mandan los operativos de seguridad. El problema al que vengo a referirme y que debe crear perplejidad en buena parte de los catalanes que quedan adscritos a la sensatez es el que tiene que ver con la contradicción surrealista que vive el antaño reino de la modernidad y el progreso industrializado: el mismo presidente gestor de la vida administrativa catalana es el que corta las carreteras o el que insta a las masas a que boicoteen los accesos al segundo aeropuerto del país o a que impidan la salida de los trenes destino a ninguna parte, mientras los alegres muchachos lobotomizados por la educación del odio queman neumáticos, levantan barricadas y disparan cohetes a los helicópteros que sobrevuelan las algaradas. Hay algo que falla, y los catalanes no suelen ser gente acostumbrada a que las estructuras elementales que generan el beneficio diario se pongan en peligro por acción de sus propios gestores. Los ciudadanos de Cataluña empiezan a tener miedo, todos; incluidos los pasteleros acomodaticios que siempre encuentran una excusa para justificar a los más rupturistas y que en esa comunidad son legión. Las circunstancias más extremas, las que presumían que nunca podían concurrir en la tierra de la sensatez pastueña elevada a característica programática, están haciendo tambalear ese convencimiento tan septentrional de que, en aquella esquina, no estaba contemplada la autodestrucción.

Está ocurriendo. Cataluña se aboca a una sorprendente muerte lenta a la que se llega por el amedrantamiento de aquellos que alimentan la sangre de la comunidad a través de la inversión, propia o ajena. Los jubilados no quieren vacacionar con el Imserso, los congresistas prefieren cambiar el lugar de celebración por cualquier otro, los turistas dudan si acercarse a Barcelona, las empresas salen en goteo lento pero continuado y los propagandistas de las innegables bellezas de la comunidad empiezan a dudar de la conveniencia de difundirlas. La que, teóricamente, era Revolución de las Sonrisas se ha transformado en una cohorte de violentos anarcoides que no dudan en hacer la vida imposible a sus propios conciudadanos, a los que parecen odiar y a los que, a los hechos me remito, culpan de todos los supuestos males que aquejan a la vaporosa y absurda idea de la independencia. En Cataluña empieza a cundir la sensación de abandono de una buena parte de la población que, incluso, puede empezar a darse cuenta de que clase de gente es en la que ha confiado. No digamos si esa parte de la ciudadanía es la que no comparte ni por asomo las tesis independentistas: cuando les acosa el poder maléfico establecido, tanto en la calle como en las oficinas, miran hacia quienes pueden salvarles de su infierno y ¿a quien encuentran?: a Sánchez.

Encuentran a un sujeto que tal vez no le quita importancia a lo que ocurre, pero que lo parece. Y a un ministro del Interior que dice que todo pasará gracias a la colaboración de las policías. Se dan de bruces con un presidente que le debe mucho a gente nacionalista, independentista y extremista como para mostrar una firmeza que sea algo más que una colección de interesados gestos electoralistas. ¿Dónde están los políticos?, se preguntan algunos. ¿Dónde están los que deben gestionar la salida a esta absurda locura?

 


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