De momento, como entrega a cuenta, los desleales han conseguido una respetabilidad que no tienen en ningún lugar
A González y a Aznar se les ha definido en estos últimos tiempos como una extraña pareja. Con todo lo que se dijeron y lo que representaron, pareciera mentira que algún día se fueran siquiera a saludar en el caso de coincidir a las puertas de un cine, ya que había pocas materias tan incompatibles; ni siquiera el aceite y el agua. Sin embargo ahí están, haciendo algunas galas en las que exhiben cierta sintonía y despiertan un comprensible interés. Los dos machacan a Sánchez, el uno con la soltura de pertenecer al partido opositor y el otro con una cierta contención por ser un referente del Partido Socialista. Pero lo machacan, algunas veces de forma inmisericorde; cosa que a Sánchez, todo sea dicho, parece afectarle poco.
En la última aparición conjunta convinieron que ninguno de los dos habría montado la mesilla de noche que este Gobierno ha inaugurado con los secesionistas catalanes. A nadie le cabría en la cabeza que pudieran haberlo hecho, es cierto. Aznar significó el derrumbe de lealtad constitucional que ello representa y González añadió que, en cualquier caso, tras esa performance no pasó nada, cosa cierta si se refiere a acuerdos programáticos concretos, pero no del todo cierta si se contempla la humillación a la que ha sometido Sánchez a los españoles leales y afectos a la Constitución, especialmente a los catalanes que se baten el cobre en esa región. Sea como sea, los diálogos de ambos están llenos de sentido común, discrepancias incluidas.
La representación a la que se refiere González, fue insufriblemente obsequiosa. Los guardias civiles vestidos de gala que franquean la puerta de Palacio habían desaparecido por arte de magia y las cámaras de televisión rodaron lo que parecía ser el tráiler de una serie de éxito (ha obtenido parte de lo que quería en la aprobación ayer del techo de gasto gracias a la colaboración de ERC). Los independentistas fueron a Madrid, representaron lo que quisieron, firmaron un comunicado retórico y se marcharon ufanos con su claque, su televisión y el par de plumillas amaestrados de la prensa catalana que acompañan siempre a estos pomposos cortejos. Se marcharon ufanos porque habían sido reconocidos en la aceptación de su lenguaje y en el traslado de la imagen de negociación entre iguales que escenificó Sánchez. No pasó nada, sí, pero pasó mucho: los componentes de esa mesa (la bandera del fragmento separatista no debió ser la catalana, sino la estrellada, que es la que representa ese conglomerado) no pueden comerciar con algo que no es de ellos. Nos pertenece a cada uno de nosotros: solo todos nosotros tenemos derecho a decidir cómo ha de ser nuestro país.
Cuando llegue el momento y se dispongan a reclamar el derecho de autodeterminación se toparán ante la frustración de que la ley no se lo permite (ambas partes) y el conflicto se trasladará a la pelea entre catalanes indepes. A no ser que las «soluciones imaginativas» de las que se pavonea el Gobierno dispongan algo acorde a la gestualidad de ayer. Pero de momento, como entrega a cuenta, los desleales han conseguido una respetabilidad que no tienen en ningún lugar del mundo. Sentarse a negociar con golpistas, legitima a los golpistas. ¿Qué espera el Gobierno que hagan nuestros socios europeos, el Parlamento que tanto y tan severo ha sido en líneas generales con toda esta gentuza, cuando se dan cuenta de que los reos salen de la cárcel a los pocos meses de la condena, cuando se enteran de que el Gobierno quiere reformar el Código Penal solo para beneficiar a unos condenados con los que está negociando apoyos políticos y cuando ven, supongo que con sorpresa, que se sientan a negociar con ellos, con personajes inhabilitados e imputados que se pavonean de reincidir en sus conductas?