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14 de junio de 2019

Porca miseria


En esta España de los complejos se maneja la posibilidad de mirar para otro lado por si acaso fuera necesario su concurso para mantenerse en el poder 

En la asonada militar del 23 de febrero de 1981 concurrió, si mal no recuerdo, una suerte de violencia que consistió en secuestrar mediante el uso de las armas -con ráfagas de subfusil incluidas- a la soberanía popular reunida en el Congreso. La intención de los golpistas era la de cambiar, mediante maniobras ilegales, la legislación y el ejercicio del poder. Los distintos cabecillas fueron juzgados y condenados a severas penas, como alcanzamos a recordar, tras unas sesiones que vistas desde los años resultaron apasionantes. Desde aquel juicio es muy probable que no se haya dado otro de tal envergadura penal. El de hogaño, el que finalizó anteayer, ha intentado desvelar los hechos ocurridos en lo que hemos conocido como «procés» y ha expuesto, uno a uno, cada paso dado en los días en los que se proclamó durante siete segundos la República Catalana -esa que no existe, idiota- con el fin de cambiar la legislación mediante otras maniobras ilegales. La finalidad de lo que todos vimos y oímos era desgajar Cataluña del resto de España por las bravas. Y esas bravas son las que deben ser etiquetadas como violencia o no a fin de conocer el alcance del delito y, como consecuencia, de las penas.

Ningún país del mundo habría dejado de actuar así en cualquiera de los dos casos: si en nuestro entorno, unos militares entran a punta de pistola en el Parlamento y secuestran a los diputados, pueden darse por presos a lo largo de muchos años; y si en esos mismos países, una administración regional se declara independiente de París, Londres o Berlín, yo no quisiera estar en sus pellejos. Todos los Estados se habrían defendido en el 23-F y en el 1-0. Y hasta donde alcanzo a imaginar, en ninguno de ellos se manejaría, ni de forma remota, la posibilidad de indultar a cualquiera de los implicados.

Pero España parece diferente. Los implicados en las proclamas y en las acciones disruptivas del momento de marras han proclamado en sus alegatos que ellos no hicieron lo que hicieron y que, en cualquier caso, lo volverían hacer de estar libres, lo cual parece una contradicción de término a término. Sensibleros, victimistas, arrogantes y mentirosos, nos quisieron convencer de que no pasó lo que pasó y pretendieron que el Tribunal dejase de aplicar Justicia para dejar hacer a la política, justo lo que ellos no hicieron en aquel tiempo, entregándose de lleno a la ruptura de la legalidad reiteradamente recordada por parte del Tribunal Constitucional. Ninguno de los que allí alegó su condición de ungido por el pueblo catalán para guiarles en el difícil tránsito por el Jordán, reconoció haber cometido un error o manifestó arrepentimiento alguno; antes al contrario, en virtud de un mandato cuasi divino sugirieron estar por encima de la ley y actuar acorde a un supuesto mandato del pueblo catalán expresado libremente en un referéndum. Pero también quisieron evidenciar que todo fue una puesta en escena propia de la cultura popular. Al estilo de los «Pastorets» de Navidad. Lo cual vuelve a ser una contradicción. Ninguno de ellos ha salido a los medios y ha dicho: «Si, fui yo, yo lo hice y quise proclamar la independencia de Cataluña».

Si en cualquiera de los países de referencia democrática para España, el acusado de un golpe de Estado dijese que no lo ha hecho pero que lo volverá a hacer y advierte de las consecuencias sociales y para la paz ciudadana que podría tener una sentencia condenatoria, le caería encima, literalmente, todo el peso del Estado que ha intentado destruir. En cambio, en esta España de las componendas, los complejos y los cómplices, se maneja la posibilidad de mirar para otro lado por si acaso fuera necesario su concurso para mantenerse en el poder. Porca miseria.

 


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