En España, el más lamentable de los gestores políticos posibles se ha desentendido de todo
No es sencillo encontrar el punto medio, el equilibrio perfecto entre los dos vectores que condicionan nuestros días. Hay un lugar difuso, que algunos pueden creer exacto en sus ensoñaciones, como dos líneas que se entrecruzaran, en el que pudieran ponerse a salvo los dos elementos que nos permiten vivir: la salud y la economía. Hemos dado por hecho que recurriendo a metodología un tanto primitiva podríamos preservar la salud en tiempos de epidemia: nos encerramos todos y acabamos con los contagios. Pero ello significa inmediatamente proporcionar la muerte lenta a los pulsos sociales que permiten vivir a las personas: la economía, el comercio, el intercambio enriquecedor languidece y lleva a la desaparición al método por el cual comen, y por tanto viven todos ellos. ¿Qué hacemos?
Cuando nos confinamos, aseguran algunos, no hacemos sino retrasar el problema, suspender el contagio, poner en marcha un tiempo muerto, pero poco más aún no siendo poco. Justo en ese momento de las sociedades en las que el desconcierto y el miedo prenden como incendios incontrolados es cuando resulta menester un liderazgo, el de ese individuo que en el incendio de un cine dice a los demás: «Sé como sacaros de aquí, seguidme». Viendo al supuesto líder de la sociedad española (quien tiene la información, los recursos y aparentemente el ánimo) acudir al Congreso, escuchar despreocupadamente a su ministro enterrador mientras mira parsimoniosamente sus uñas, y marcharse a los pocos minutos con destino a ninguna parte, los españoles tenemos derecho a lamentar nuestra suerte, puesta en manos de un perfilero irresponsable que solo actúa en función de su insufrible tacticismo. «La pandemia no es cosa mía», parece haber dicho quien debiera dedicar todas las horas de su día a encontrar el modelo aproximado por el que pudiéramos salvar las vidas y las haciendas.
Ese sujeto ahora solo está preocupado por evitar en el Parlamento cualquier tipo de control en los próximos seis meses para así hacer y deshacer aplicando su agenda de transformación de España. Sin toses, sin peros, sin requerimientos, sin ni siquiera tener que dar explicaciones. Nunca pudo visualizarse más el desdén al Legislativo que mediante la marcha del presidente del Gobierno del debate sobre la aplicación abusiva del Estado de Alarma, que ha salido adelante gracias a los votos propios, los de los colaboracionistas con intereses perversos y los de los tontos útiles. No hay mayor insulto a los muertos, a los contagiados, a los esforzados sanitarios, a los temerosos ciudadanos que acudir forzado a un deber como el de ayer y desaparecer sin escuchar a quienes tienen que rebatir la pretensión de convertirse en reyezuelo de España aprovechando la presencia de un virus.
Otros mandatarios europeos se han echado el país a la espalda, han tomado decisiones discutibles pero inequívocas y se han mostrado dispuestos a asumir las consecuencias de ello. En España, el más lamentable de los gestores políticos posibles se ha desentendido de todos. Que arda el cine; ahí os quedáis.