Nuestro Gobierno es una filfa y no sirve ni para proteger a sus propios miembros
En este mundo cruel en el que habitamos e, inevitablemente, perecemos, hay unos 195 países soberanos, más o menos. Si queremos añadir algún esqueje del viejo imperio soviético puede que la suma ascienda a alguno más, pero, en cualquier caso, la cosa queda por debajo de los doscientos, cosa que no es poca cuando uno tiene que torear con otros tantos embajadores en tu suelo patrio, cada uno hijo de su padre y de su madre. De 195 países, más o menos, España, que pasaba por ahí, se ha convertido, sin que nadie sepa explicar bien por qué, en uno de los tres países más infectados por un virus surgido en el Lejano Oriente. ¿Alguien puede explicarme por qué España resulta ser el segundo país, segundo, en el número de víctimas como consecuencia del Covid-19? El virus venía de China, pero teóricamente antes pasó por Mesopotamia, Europa Oriental y, después, el resto de la Unión. Y resulta que, después de los pobres italianos, los siguientes no han sido los alemanes, los franceses, los griegos, los belgas, los daneses ni los noruegos. Los siguientes hemos sido los españoles. ¿Significa eso que el virus tiene un componente de inteligencia artificial o emocional que le hace más atractivo infectar familias de Barcelona o Cartagena que a cualquiera de Budapest o París? Es la gran pregunta de hogaño: ¿por qué a nosotros más que a los alemanes o a los franceses, si estábamos aquí tan panchos discutiendo de lo nuestro, sin meternos con nadie, felices con la batalla del Gobierno y atentos a las cosas cotidianas de nuestra vida diaria? Seguramente alguno de los que difunden vídeos de los muchos que nos llegan a diario por guasap tiene la explicación, pero confieso que no tengo demasiada paciencia para tragármelos y suelo dar por leídos o por escuchados a la mayoría, con lo cual suplico a mis habituales suministradores que dejen de atormentarme con supuestos enfermeros alarmados por la mortalidad de su hospital o con expertos maestros ciruela que auguran tragedias absolutamente inabarcables. Nadie ha sido capaz por el momento de explicarme qué mecanismo hace que este solejar patrio sea poco menos que una morgue colectiva comparado con países un poco más al norte. Estamos de acuerdo con que nuestro Gobierno es una filfa y que no sirve ni para proteger a sus propios miembros, pero por sí mismo no me parece suficiente. Debe de haber algo más, pero no sé si ahora es demasiado melancólico pararse a razonar este extremo.
Un desconocido maleficio, en cualquier caso, ha caído sobre este viejo país acostumbrado a todo tipo de torturas propias. No hemos llegado a la cima, aún no vemos el célebre pico que anuncia la consiguiente bajada, y resulta que los test de detección de la enfermedad comprados por el Gobierno, por los que ha pagado un pastucio, son una filfa. España sobrevive gracias al trabajo admirable de sus sanitarios y a unos pocos sectores de guardia, y la impresión general es que al mando de la nave hay un pardillo al que le meten borra por lana. Al mando del barco hay un sujeto que, de repente, se debe de haber dado cuenta de que la gente que le acompaña no vale nada, que sus socios son tan sumamente despreciables como parecían y que, desgraciadamente, solo puede contar con quienes están en la oposición. Entiendo su ofuscación, aunque conozco también su desahogo, con lo que no tengo la tentación de compadecerle.
Escuchado, horas después, el discurso de Sánchez asegurando la buena compra que acababa de hacer a los chinos y a la charlatana de Irene Montero justificando sus manifestaciones, uno puede que encuentre razones sobradas para responder a las dudas con las que encabezaba este suelto. Poco nos pasa para lo que podría caernos por lo alto.