Una de las maldades de la «ley Celaá» es la pretensión de laminar la Educación Especial
Una diferencia de un voto ha permitido aprobar la que posiblemente sea la ley de educación más polémica de la democracia. Un voto ha permitido a este gobierno de tunantes iniciar el trámite de una ley absolutamente corrosiva, llena de azufre político, que aún habrá de sortear algún trámite más, esencialmente el Senado, donde es difícil que se evite el bochorno pero no la aprobación. Esta ley es abrasiva, antisocial y antiliberal. No nace de ningún tipo de consenso ni de consulta sectorial, hace de los alumnos una masa mediocre y cercena a propósito la libertad de elección de los padres, esos que, según la «ley Celaá», no son propietarios de sus hijos. Cierto es que una ley dictada por el Congreso y matizada por las comunidades tiene una aplicación muy desigual en función de cada territorio: la educación concertada gozará de diferente suerte según se trate de Andalucía o Extremadura y la supresión vehicular del castellano tendrá nulo efecto en Canarias pero ¡ay! posiblemente mucho en Navarra o Baleares. ¿Dónde reside una de las maldades absolutamente inexplicables de esta ley?: en la pretensión no disimulada -a pesar de los intentos- de laminar la Educación Especial.
¿Qué es la Educación Especial?: la red de centros que permite que su hijo autista, down, rett, o paciente de cualquiera de las muchas anomalías patológicas que pueden afectar a los niños, sea tratado acorde a sus necesidades, sea educado específicamente para obtener de él o ella su mayor desarrollo posible, y se eduque en un ambiente lo menos hostil posible. Gracias a estos colegios y centros educativos, niños que no querían acudir a los centros ordinarios, donde se sentían intimidados, donde no hacían amigos, donde no podían aprender nada, están deseando acudir a descubrir la aventura del saber y de la vida a lugares en los que aprenden a desarrollar lo que les permite las posibilidades de su naturaleza. Que da grandes sorpresas, por cierto. Una repugnante teoría pedagógica que advierte que esos niños están encerrados en «ghettos» y que su igualitario destino debe ser compartido por todos, aunque la experiencia demuestre que los colegios ordinarios bastante tienen con sacar adelante la reata de menesterosos intelectuales que evacuan cada año, ha inspirado la disposición adicional de la ley que prevé acabar en unos años con la Educación Especial mediante el elegante método de estrangular financieramente a los centros.
Los padres pudientes siempre accederán a algún lugar privado en el que se ayude a sus hijos a aprender instrumentos con los que hacer de su vida algo más que un pastueño discurrir de los días. Sin embargo, aquellos que confíen en el Estado para construir con sus hijos una convivencia enriquecedora, tendrán que ver cómo esos chiquillos entrarán en colegios en los que difícilmente podrán atender sus necesidades fisiológicas o intelectuales y en los que se verán encogidos ante la inevitable tendencia a la crueldad que todo adolescente desarrolla. Este aspecto miserable de esta ley inexplicable, demuestra la mala sangre ideológica que se gasta esa ministra y sus mariachis.