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2 de octubre de 2020

La tormenta perfecta


En tres años, conducidos por un irresponsable suicida, no hemos avanzado hacia la sensatez

Mañana día 3 se cumplen tres años de la aparición por sorpresa del Rey Felipe VI para condenar, en una intervención histórica, la asonada de miembros del poder autonómico catalán contra la Constitución y los derechos de todos los españoles mediante la proclamación espuria de la fantasmal república catalana en sede parlamentaria. Conviene repasar algunos fundamentos de la acción golpista y de la reacción del Estado. El malhadado día 1 de Octubre de 2017 se organizó un referéndum, prohibido expresamente por las autoridades judiciales, para supuestamente decidir, mediante el voto de los catalanes que quisieran prestarse a tal mamarrachada, la permanencia o no de la región en el Estado del que forman parte desde la noche de los tiempos. No se trataba de un inocente acto de colocación de beatíficas urnas para decidir un futuro unilateral por parte de una facción de la ciudadanía catalana. La Constitución contempla en su ordenamiento un camino para proceder a esa ruptura, la cual solo podría producirse con reforma auspiciada por el parlamento español y la ratificación posterior de todos los ciudadanos de España. Lo que se pretendía era modificar la estructura del Estado sin contar con la aquiescencia de todos los que configuran ese Estado. Si algunos pretenden quedarse en propiedad con una parte de España no pueden hacerlo sin contar con el acuerdo de todos, por la sencilla razón de que Cataluña, como Andalucía o Canarias, pertenece al conjunto de los españoles. Aquello fue un sainete ridículo e ilegal auspiciado por políticos que andan penando en prisión y que, a día de hoy, están a la espera de que el gobierno de la Nación les indulte por las bravas o modifique el código penal para que puedan abandonar la cárcel a mas tardar en unos meses y tengan vía libre -y despenalizada- para volverlo a intentar. Asombra pensar que el mismo sujeto que apoyó la aplicación del artículo 155, que animó a endurecer el delito de rebelión y que calificó al recientemente inhabilitado Joaquín Torra como el «Le Pen español», sea hoy quien maniobre a favor de toda esa tropa con la simple intención de conseguir sus votos de apoyo a los Presupuestos y así permanecer tres años más en el poder con las manos libres para proseguir su diversas y discutibles tareas.

El discurso del Rey, una bocanada de esperanza para aquellos que siguen creyendo en la legalidad constitucional, comportaba, por supuesto, un precio, el del odio indisimulado de los que maniobraban al margen de la ley para desmontar España. Ello no significaría mayor problema si en el puesto de mando del gobierno estuviese instalado algún individuo con apego a la sensatez y a la legalidad establecida. Pero ha querido el destino que ese oficio lo cubra un buscavidas sin escrúpulos. Un chulángano debidamente adornado de odio culpó en sede parlamentaria al Rey de ser heredero de Franco y correligionario de Vox: tanto el presidente del gobierno como la lamentable presidenta del Parlamento casi le rieron la gracia. Pues en ese estiércol de la política, en el grupo de los que atentaron contra la legalidad constitucional al que pertenece el bocazas independentista, es en donde Pedro Sánchez deposita los intereses generales de los españoles, los dineros, las inversiones, el gasto, los impuestos y el instrumental con el que afrontar los desafíos inmediatos. Esa excrecencia representativa es la que ha elegido para acompañarle en su camino hacia el precipicio.

Tres años después de aquél discurso ejemplar, el Rey de la Democracia tiene que ver cómo aquellos ante los que puso pie en pared campan a sus anchas maldiciendo su nombre sabiéndose protegidos por quien debería mostrar, por igual, más vergüenza y más decencia. En tres años, conducidos por un irresponsable suicida, no hemos avanzado hacia la razón y la sensatez. Antes bien, estamos en plena tormenta perfecta.


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