Ya sabe el autor de «Manual de Resistencia» lo que tiene que hacer. La pauta se la ha dado el que siempre responde
Es sabido que hay una Cataluña que se esfuerza en hacer de la normalidad y la rutina del trabajo un modo de vida. Es la Cataluña que se resiste a vivir en la excepcional idea levantisca de un permanente proceso, tan cansino como amenazante, en busca de una tierra prometida que no existe más que en la cabeza desequilibrada de una masa no despreciable de personas pero no, en cualquier caso, de una mayoría aplastante de la población. Esa Cataluña ayer volvió a quedarse parada en sus desplazamientos merced a los cortes de carreteras y a otras acciones de los cachorros de Puigdemont, los CDR, guiados y pastoreados por la Generalidad y por el sindicato-chiringuito de un asesino llamado Carles Sastre, lo habitual en esta Cataluña maltratada y golpeada por aquellos que dicen luchar por su libertad y no sé qué tontunas más. Sin Parlamento, sin gobierno, sin poder dar un paso sin tener que toparse con la Cataluña lanar que sigue consignas bobamente, sin escuelas que de forma independiente afronten la educación de los niños de forma equilibrada, sin servicios volcados hacia la excelencia, sin perspectivas de futuro que despierten ansias creativas por parte de quienes emprenden y crean riqueza, sin todo eso y más que no reproduzco por cuestiones de espacio... ¿Quién no entiende que la cola de inversores y empresarios que desisten y se amontonan en los registros para llevarse su negocio aumente cada día?
Mientras tanto, en el Supremo, los procesados por haber llevado a Cataluña a esta situación y por haberse querido instalar por encima de la ley, siguen con la salmodia de que todo era una broma. Nadie hizo nada y sin embargo lo reivindican todo. Pero ninguno de ellos ha dado un paso adelante y ha dicho: «Sí, señor fiscal, Yo fui quien dio la orden para que se compraran las urnas y se imprimieran las papeletas. Yo fui quien declaró a Cataluña República Independiente. Yo quien desobedeció al Tribunal Constitucional». Y podría añadir: «Y aquí está el tío, ¿qué pasa?».
No lo harán, descuide. Entre tanto, la sociedad civil muestra signos de desentendimiento, de retirada, de no efectuar ningún esfuerzo por su autodefensa. Y mira hacia el Estado esperando que éste se manifieste de forma categórica, líquida o sólida. Pero el Estado a veces parece una casa vacía, en la que todos se han ido a tomar café y en la que los que quedan nunca acaban de decidir si hay que abrir la ventana o cerrarla. Cuando, en situaciones excepcionales, uno se planta en la puerta de esa casa que se llama España y hace toc toc en la puerta, preguntando si hay alguien ahí, al fondo se escucha normalmente una voz. Es la voz del Rey. La que sonó cuando un 3 de Octubre hubo de recordar a levantiscos y abandonistas que el cumplimiento de la Constitución es tarea que nos compete a todos. Respetarla y hacerla respetar. Cumplir la ley, en suma.
Antes de ayer, en el congreso de juristas más importante del mundo, Felipe VI volvió a responder desde el fondo de la habitación. Sin citar ni referir, el Rey aclaró: «Sin Democracia, el Derecho no sería legítimo, pero sin Derecho, la Democracia no sería real. No se puede apelar a una supuesta Democracia por encima del Derecho». Evidentemente es una obviedad, pero este es un tiempo en el que lo revolucionario es recordar la realidad, y lo valiente, lo imprescindible, lo transgresor es sacarle brillo a la verdad, mostrar un manojo de certezas y someter a todos a la confrontación de sus propios actos con la simple y llana defensa de la legalidad. Ya sabe el autor de «Manual de Resistencia» lo que tiene que hacer. La pauta se la ha dado el que siempre responde, el que siempre cubre las ausencias de otros.