Si la tauromaquia no es necesaria igual tampoco lo son la danza o el teatro, sin las cuales podríamos existir, aunque de forma más pobre
ACOSTUMBRABA a decir el inolvidable Juan Pedro Domecq que la Fiesta de los toros se basaba en un animal fiero y bravo al que, siguiendo lentos criterios ganaderos, se le enseñó a embestir metiendo la cabeza en un trapo y haciendo el avión. Otro ganadero, y no cualquiera, Victorino Martín, anduvo de comparecencia en una Comisión del Senado –de Cultura y Deporte– para ilustrar a sus señorías acerca de aspectos elementales del toro, ese animal que, guste más o menos, vertebra de norte a sur nuestro país desde hace siglos, manifestándose en cada territorio acorde a sus muchas expresiones. Victorino dio una lección impagable, bellísima y valiente acerca del dominio del ser humano sobre otros sujetos con los que compartimos planeta, como lo es el toro, amén de nuestra relación con los animales, a los que el ser humano recurre no solo para alimentarse, también para vestirse, para trabajar y para nuestro ocio.
Contó Victorino que cada día se matan en España 1.560 animales por minuto sin contar los peces. Si nos planteamos no seguir utilizando los animales, como pretende el animalismo –que impone que los hombres no tienen derecho a utilizarlos y que nos quiere poner en pie de igualdad–, triunfaría una corriente internacional muy bien financiada que trata de imponer un nuevo orden moral en el mundo y un pensamiento único con consumidores homogéneos. Eso es absolutamente incompatible con nuestra cultura y con el humanismo mediterráneo. El ganadero sostiene, y creo que tiene razón, que el animalismo supondría una hecatombe cultural, económica y ecológica: se acabarían las romerías, el arte ecuestre, la rapa das bestas, los encierros, la cetrería o los correbous; las explotaciones ganaderas, los agujeros, el cuero de Ubrique, el jamón, las mantas de ezcaray o los zapatos de alicante; y, finalmente, olvídense del paisaje con la biodiversidad de España, adiós a la dehesa, a los prados cantábricos, a la transhumancia. Es un adiós al mundo rural. Y un adiós al toro, primera cabeza que se quieren cobrar. Dice el hombre de Galapagar que nadie debería engañarse: el toro, efectivamente, es lo primero, pero luego vendría todo lo demás. El animalismo no se detendrá ahí. Si se sigue el juego a esa horda de bárbaros e intolerantes y no se les limita al folclore de su expresión pintoresca, la aniquilación de nuestra cultura queda a un tiro de piedra.
Cualquier persona no afectada por fiebres internacionales restrictivas y absurdas, sabe que el hombre puede y debe utilizar a los animales, entre otras cosas porque no son lo mismo. Un ser humano no es igual a un caballo, lo que no quiere decir que al caballo haya que maltratarlo, pero sí domarlo y montarlo, por ejemplo. Si podemos utilizar los animales, ¿por qué hay gente que quiere prohibir los toros? –preguntaba Victorino–. Es un espectáculo cruel, dicen; ¿en serio la tauromaquia somete a animales a una vida más dura que cualquier explotación industrial? ¿Lo relevante es que la tauromaquia es pública? ¿El problema es verlo? Habrá que preguntarse entonces si queremos una sociedad donde una parte se arrogue el derecho de decir a los demás lo que puede ser visto y lo que no, lo que es moral y lo que no, lo que es cultura y lo que no. Y si la tauromaquia no es necesaria igual tampoco lo son la danza o el teatro, sin las cuales podríamos existir, aunque de una forma mucho más pobre.
Añado a lo dicho por el ganadero ante el Senado que asistir a espectáculos relacionados con la Tauromaquia es un derecho inherente a la libertad, como viene siendo reconocido por los tribunales una y otra vez. Todos los que quieren impedirlo exhiben una indisimulable mueca totalitaria. Enhorabuena a Victorino Martín por esta deslumbrante intervención que, a buen seguro, habrá abierto algunos ojos adormilados.